José Luis Segovia Bernabé (Josito), Vicario episcopal para el desarrollo humano integral y la innovación. Archidiócesis de Madrid.
A Rafa Ch., maestro de una espiritualidad de calle.
“Seguro que sabrá silbar” se dijo un sacerdote treintañero —Don Bosco— al invitar al jovencito Bartolomé a asistirle en la celebración de la Eucaristía. “Seguro que tendrán espiritualidad” nos decimos algunos al admirar la capacidad de sufrimiento y resiliencia de tantas personas que malviven en la calle o que llegan hasta nuestra patria en condiciones precarias, después de aventuras migratorias que han durado años y en las que han sido víctimas de todo tipo de abusos.
Efectivamente, estudios recientes acreditan que el “capital de resiliencia” más relevante de personas que se encuentran en situaciones de exclusión social y precariedad está constituido precisamente por su espiritualidad. “Cuando me meto en el saco y doy el último sorbo al cartón de vino, sé que, aunque esté más solo que la una, el Señor se mete conmigo en el saco”. “Mi Diosito me acompañó en todo momento, incluso cuando esos bestias me violaban, yo solo pensaba en El”. Casi nada. No es difícil entender que el Maestro mismo se maravillase de la espiritualidad de los sencillos de su época: “¡Qué grande es tu fe!” “¡Os precederán en el Reino de los Cielos!”. Cuánta razón tenía el teólogo Gustavo Gutiérrez cuando afirmaba que “A Dios primero se le experimenta y practica y solo después se le piensa”.
Durante más de 40 años he estado acompañando a mi amigo Rafa. La mayor parte, desde que le conocí, con 18 añitos y yo muy pocos más, hasta los 58 con que ha fallecido muy recientemente. Toda, toda, toda su vida en prisión; casi sin salir en libertad salvo para volver a recaer en la adicción por la maldita heroína. Con él fui siendo, sucesivamente, educador de calle, abogado de sus causas penales —a él dediqué mi primer libro de Derecho penal—, y sacerdote. No dejó banco sin atracar. Ir con él por la calle era un continuo sorteo de entidades bancarias por la vallecana Avenida de la Albufera.
Había que caminar cambiando de acera, siempre con miedo a que alguna cámara de seguridad pudiera reconocerlo. Pero, por encima de todo, tenía una compleja y profunda espiritualidad que le llevaba, por ejemplo, a hacer los atracos sin el arma montada “para que no se me se escape un tiro y dé a quien no debe, ¡que Dios lo ve todo, aunque a la policía se le escape”. Quizá por eso, en su última larga etapa penitenciaria, se ofreció voluntario y fue escogido para estar en la celda con los presos enfermos mentales más complicados y agitados; en él encontraban una palabra sabia y un consejo de supervivencia sensato. Incluso se permitía dar recomendaciones a los funcionarios más jóvenes. Acogido en la última etapa de su vida por los amigos de la comunidad cristiana de Basida, pudo desplegar una honda experiencia de ese buen Dios, en batín y zapatillas, que, como nuestras madres, nos está siempre esperando, aunque sea a deshoras.
Su deseo más vivo, felizmente cumplido, fue recibir el sacramento de la confirmación en una honda e intensa celebración, muriendo semanas después con un halo singularísimo de paz divina. ¿Quién iba a pensar que la espiritualidad le mantuvo más vitalmente enganchado a la catenaria del Amor de Dios y de los valores con más fuerza que la que había tenido el “caballo”?
En efecto, la espiritualidad es una dimensión fundamental de todas las personas. Las tradiciones religiosas, y el cristianismo en particular, han prestado una singular atención a este aspecto de la vida de la gente. En el ámbito de lo social, el enfoque de las capacidades enfatiza que las personas no solo tenemos problemas, también tenemos capacidades para afrontarlos y lograr resultados valiosos. Una de estas capacidades es precisamente la dimensión de la espiritualidad. Sin embargo, en los diferentes “catálogos” de necesidades humanas se ha omitido casi sistemáticamente esta necesidad. Como toda necesidad humana fundamental ha sido institucionalizada en forma de derechos: la libertad religiosa y la libertad de conciencia.
Resulta curioso que, por un respeto mal entendido y por cierto pudor en la expresión de nuestras convicciones, en el ámbito social nos interesemos poco por las necesidades espirituales de nuestra gente. Detectamos con diligencia sus necesidades materiales, afectiva y relacionales, pero en ocasiones olvidamos preguntarnos acerca de sus necesidades trascendentes y, en particular, acerca de su espiritualidad.
Obvio es decirlo, no se trata de hacer proselitismo barato, ni de buscarnos a nosotros mismos para sentirnos bien, ni de pretender “encontrarnos con Cristo pobre” instrumentalizando sutilmente y pasando de quien tenemos delante con rostro, nombre apellidos e historia personal. Consiste más bien en detectar, empatizar y potenciar plenamente la sensibilidad y capacidades espirituales de quienes nos encontramos en las cunetas de la vida de nuestras ciudades y pueblos. Incluso aunque no participen de nuestro credo religioso. Y me atrevería a decir: o de ninguno. No olvidemos que el Espíritu Santo nos sobrevuela sin credenciales de vuelo y sin pedir papeles a nadie.
Desde un abordaje estrictamente secular, independientemente de las creencias de cada cual, la espiritualidad constituye un factor de primer orden que genera la satisfacción de la necesidad del sentido de la vida, regala resiliencia y, de llevarse a cabo en el ámbito comunitario, suscita una red de relaciones y de solidaridad que sin duda contribuye a salir del territorio hostil de la exclusión. Por eso, tener en cuenta la espiritualidad concreta de las personas, su identificación con una tradición religiosa, en su caso, compete a cualquier actor de la intervención social, incluso con independencia de que sea o no creyente.
Quienes estamos enredados en el ámbito social, desde nuestra identidad eclesial y carisma, debemos tener en cuenta, valorar, respetar y cuidar esta dimensión fundamental de las personas. Si, a mayor abundamiento, quienes acuden a nosotros participan de nuestra misma fe, ¡sería una contradicción que precisamente nosotros obviáramos esta dimensión! Cualquier ámbito de la Iglesia católica que genera espacios de acogida, de encuentro, de celebración —incluso con personas de otras confesiones o de ninguna— suele tener una acogida parroquial y unos proyectos sociales extremadamente respetuosos con las convicciones de las personas que atienden, pero, precisamente por eso, ocupada en el cuidado integral de sus necesidades, ¡incluyendo su espiritualidad!