José Luis Pinilla s.j. Director del Secretariado de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española.
Estaba repasando, en medio de las terribles noticias del coronavirus afectando a la realidad y vulnerabilidad de los migrantes y colectivos de la movilidad humana, distintos textos de los premios Cervantes de estos años pasado. Lo hacía un 23 de abril para dejar volar fuera de las paredes de mi confinamiento la alegre libertad de las palabras saliendo de las páginas y de las sugerencias de discursos muy bien armados y literariamente preciosos. Me encontraba releyendo el texto cervantino de Goytisolo en la ceremonia de la aceptación del citado Premio Cervantes. Lo hacía recordando aquel año y leía: “Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino decía Goytisolo al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante (…) a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad”.
Y volvía a dibujar de nuevo en mi memoria un cuadro medieval de Europa como una fortaleza, como un castillo con sus murallas y sus fosos. Ahora con manos de niños y adultos sobresaliendo del agua intentando asirse al puente levadizo que cerraba las puertas de la muralla europea. Mientras, las miradas perplejas de los habitantes del viejo continente desde las almenas no sabían cómo reaccionar ante el panorama dantesco de vidas pidiendo auxilio, mientras los moradores de la fortaleza se debatían entre hacer o no lo suficiente para ayudar o no mientras niños, hombres y mujeres morían en el foso de nuestras murallas. Goytisolo en su discurso hablaba si os dais cuenta de manera parecida. Como lo que el gran Eduardo Galeano, había dejado escrito en una entrevista a la revista italiana “Una Città” sobre las migraciones: «Es la tragedia de las fronteras que se abren mágicamente al paso del dinero, al paso de las mercancías, pero que se cierran al paso de los seres humanos, al paso de la gente. La mía es una acusación contra todo sistema que prefiere los objetos, las cosas, a las personas”.
La mía desde el evangelio, también…
Europa se ha convertido en una fortaleza casi impenetrable, y el gobierno español en ella, ofrece soluciones tan “imaginativas” como reforzar sibilinamente, con ayuda de Marruecos y otros países africanos que son vigilantes exteriores de Europa, las verjas fronterizas. Y Europa se pone muy contenta con las llamadas “devoluciones en caliente”. Porque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dio en febrero de este año un cerrojazo a un caso que arrancó hace seis años cambiando de criterios anteriores. Contra toda previsión, avaló las conocidas como devoluciones en caliente en la frontera española, al considerar legales las expulsiones de dos subsaharianos que cruzaron a Melilla en 2014. Eso prueba, una vez más, que Europa no está mirando hacia los derechos humanos. Hay una clara involución, sin cauces legales para facilitarles la protección y asilo cuando entran en los límites de las fronteras. Parece que el alto tribunal, para esa respuesta indigna, sabe de las presiones que sufren los gobiernos y que una mayoría de la sociedad tiene relativa y fría indiferencia hacia lo que ocurre en las fronteras, pidiendo más mano dura o sin más expulsión, aunque estén regulados. Hasta que haya que acudir a ellos como en estos tiempos de pandemia para trabajos temporeros agrícolas. La población se está replegando hacia sí misma. No solo por la pandemia. De ahí que surja ese sentimiento de nacionalismo extremo que algunos partidos están representando y enarbolando de una manera tan fuerte. Y cerrando filas —a imagen de Trump— han dicho “los europeos primero”. Devolvamos lo que “nos sobra”. Los jueces no habrían querido llevar a cabo una sentencia que hubiera sentando un precedente y hubiera obligado a los gobiernos a repensar las fronteras europeas.
A todo esto, añadamos el cierre de fronteras, que la pandemia del Covid-19 va a facilitar cada vez más, la negación del derecho de asilo, o el debate sobre los “menas” en España con una sangrante situación especialmente en las ciudades de Ceuta y Melilla —y a veces, demasiadas, también en la península—. A estos, muchos, los llaman los niños y las niñas de nadie. O los niños invisibles. En España hablamos de “menas” porque es necesario cosificarlos para seguir descartándolos. Esa es nuestra jerga para maquillar duras realidades. Y en este sentido —para nuestra vergüenza—, España es el segundo país de la Unión Europea con más niños en riesgo de pobreza.
¿Y qué decir de los CIES? Recientemente ha saltado la noticia que no hay ningún interno en los CIES de España desde… ¡hace treinta años¡ ¿Lo ha notado la sociedad española? ¿Ha habido índice de problemática social por este tema?, ¿Mayor delincuencia?… ¿Por qué no hacer ya estable su cierre y hacer legal lo que la pandemia ya ha hecho real? En Europa oficialmente, no existe un modelo único de estos centros. “Usan” para ello los campos de detención para refugiados cercanos a Europa que se han convertido en algo parecido, pero en condiciones más extremas. No son CIES sino centros de reclusión casi eterna.
Paradigma de la mala política europea es su planteamiento ante la crisis de refugiados entre Turquía y Grecia. Porque en estos meses cientos de migrantes y refugiados han llegado a las islas griegas cerca de Turquía, aumentando la presión sobre los centros de migrantes. Los campamentos ya tienen casi 42.000 solicitantes de asilo —fueron previstos para 6.000— y más de 14.000 de ellos son niños. Junto con los adultos viven en condiciones horribles en centros superpoblados, en constante temor y con un acceso muy básico a servicios como baños, duchas, electricidad. En terribles condiciones de vida, hacinados, aumentando el riesgo de propagación del brote, como para pedirles que se queden en casa y se laven las manos con jabón como en España pedimos.
Y es que, para su desgracia, para la de Europa y para la de todos, la pugna entre la Unión Europea y Turquía hace que los refugiados sean “manipulados como peones”. Y es que Turquía, —un país con un déficit elevado en derechos humanos— en 2016 se comprometió a no permitir que los migrantes llegaran a la UE a cambio de fondos para ayudar a gestionar la gran cantidad de refugiados que alberga. Pero —juegos de ajedrez— Erdogan ha acusado al bloque de no hacer lo suficiente para ayudar. Se tiran la pelota unos a otros.
Veía a Europa como un castillo, pero no un castillo encantado y de juguete como los niños migrantes quisieran. No. Europa no es un castillo encantado.
He escuchado estos días muchas peticiones, muy en justicia, de funerales y minutos de silencio por las víctimas del coronavirus, cifras nada comparables a las del hambre y otras guerras en los países empobrecidos, y me he puesto una vez más de rodillas. Como aquella vez que lo hice en el cementerio de Tarifa, sur de Europa, donde varios nichos de emigrantes solo tienen la fecha de su naufragio. Han perdido hasta la identidad. Como la de aquellos emigrantes en el Paso de Calais en Francia que se machacaban las yemas de sus dedos para no ser identificados por huellas dactilares. Lo dicho. Los emigrantes pierden la identidad —quizás le pueda pasar lo mismo a Europa—. Entonces estaba cerca del mar Mediterráneo mientras la noticia de los naufragios y la mirada de Europa hacia otro lado me golpeaba las sienes. “Es un asesinato”, pensé. Y postrado, a tientas, me acerqué al misterio del poder que genera estas muertes cual asesinos modernos sin rostro. En mi fe, sin embargo, el único poder de Dios Todopoderoso y bueno que he conocido es el que se ha manifestado en formas escandalosas de “no poder”. A mi Dios todopoderoso —¡todopoderoso!— lo reconocí como uno de los náufragos para los que no ha habido lugar en la posada de la UE, huyendo de unos tiranos cualesquiera de los países de origen. A mi Dios lo he visto caminando por miles de caminos como si volviera a estar huyendo a Egipto. Lo he visto hacer el bien por los caminos de los pobres, lo he visto peregrino en un mundo en el que nada era suyo, lo he visto crucificado como un malhechor entre malhechores… Lo vi entonces en el Mediterráneo, mientras sacaba su mano crucificada entre el arco de estrellas amarillas en el azul —Mediterráneo— de la bandera de Europa. Y lo he visto también resucitando en la niña recién nacida en una patera camino de la Canarias europea hace unas semanas. Pues tiene mi Dios querencia por la vida de los pobres, y estaba en aquellas vidas antes de que salieran de su país, atravesaran otros e intentaran llegar a una Europa atrayente pero que nosotros sabemos que solo tiene luces de plástico y un virus más grande que el Covid-19; el del egoísmo.
Delante de mi Dios pobre, en la cruz del desierto, en el Mediterráneo, en todas las fronteras del dolor humano de la emigración continuaré arrodillándome, como hoy por los del Covid-19 pidiendo fuerza porque hay heridas que curar, lágrimas que secar, hermanos a quienes amar, y todo eso se hace mejor de rodillas. Y pidiendo a Europa, si es preciso de rodillas —¡por ahora!—, solidaridad y justicia global, salario vital para todos los pobres, practicar la hospitalidad y convertir en legal lo que la solidaridad ha hecho real estos días del coronavirus.
Continuaré arrodillándome ante los pobres para que me perdonen. Y para llegar a su mano, instintivamente saliendo del agua, o atravesando alambradas y verjas, hambrienta de vida y libertad, cogerla y acercarla a la orilla, antes de que se cierre del todo el puente levadizo del castillo europeo, que no está encantado, sino cerrado.