En el Instituto penal de menores de Ferrante Aporti de Turín

10 de agosto de 2017
En las afueras de Turín, a lo largo de la ruta suroeste que VA desde el centro de la ciudad a los Alpes Cozie, hacia el Monviso, en el lugar donde hasta el final de la década de 2000, la imponente fábrica automovilística Fiat Mirafiori daba nombre a la zona, se halla el Instituto Penal […]

En las afueras de Turín, a lo largo de la ruta suroeste que VA desde el centro de la ciudad a los Alpes Cozie, hacia el Monviso, en el lugar donde hasta el final de la década de 2000, la imponente fábrica automovilística Fiat Mirafiori daba nombre a la zona, se halla el Instituto Penal de Menores de Turín, Ferrante Aporti, por el nombre de un sacerdote, gran maestro de principios del siglo XIX.

Un lugar que para nosotros, los salesianos, tiene sabor de hogar, de memoria de Don Bosco, de su presencia como educador y sacerdote, cuando esta institución aún no era cárcel, sino un correccional, un reformatorio: La Generala. Así la continuaron llamando los turineses durante casi un siglo.

Casi sin darme cuenta, me llamaron para que continuara la obra del Santo en el Ferrante Aporti, en septiembre de 1979. Un poco por casualidad, un poco por esos designios arcanos de la Providencia que necesita la mano de los hombres, allí me enviaron los superiores, y el “si te gusta”, podría renovar una presencia educativo-pastoral con estilo salesiano. Sin saber lo que es una prisión de menores, solo con unas pocas informaciones periodísticas que hablaban de ella como una institución en crisis profunda, comencé con las dos actividades que conocía un poco: la escuela y el oratorio. O mejor dicho, un oratorio tras las rejas, que proporcionaba una presencia educativa total, con acciones típicas de un oratorio: actividades extraescolares, deportes, cine… educación de la fe.

En ese ámbito, la acogida, el conocimiento, la escucha, la presencia se convirtieron en pilares fundamentales de un método que, aún allí, se podía llamar “preventivo”. Con un poco de originalidad, ya que lo más urgente era la recuperación, la toma de conciencia de la devastación que los delitos cometidos había producido en esa gente y en las víctimas; pero no menos preventivo, ya que los reclusos eran chicos con una vida por delante, que incluso podría ser reconstruida. Se trataba allí, como ahora, de “descubrir ese punto accesible al bien que existe en todo muchacho, incluso en el más díscolo, buscar ese punto, esa cuerda sensible del corazón y sacar provecho de ella” (San Juan Bosco).

Configuré mi identidad como capellán en atender las necesidades del momento, las necesidades emergentes, tejiendo alianzas y redes con las diversas instituciones de la ciudad, del voluntariado; realizando una movida actividad de invitaciones, solicitudes; renovando el “si te gusta” para tomar nuevas tareas, y realizar empeños que no siempre parecían dignos de la figura de un capellán. Tareas y asignaciones que siempre iban en la dirección de crear contextos de vida, donde la permanencia de los jóvenes en la cárcel fuera menos dolorosa, donde las rejas fueran sustituidas por espacios de libertad, y donde a la salida, se pudiera encontrar –un deseo de siempre– una familia recompuesta, una ciudad más acogedora, una sociedad más solidaria.

En este contexto, también he ejercido como coordinador, durante los primeros años, de la sección de chicas, ya que la Dirección de la prisión no sabía a quién recurrir en ese momento, la segunda mitad de los años ochenta con grave escasez de personal. Una experiencia apasionante, fascinante, de la que he aprendido a entender mejor la psicología de la mujer, a descubrir sus capacidades, a acompañarlas en su crecimiento en la adolescencia, ya hecha adulta; y tal vez, para muchas, a encontrar una nueva figura paterna, distinta de la que, muchas veces, habían experimentado como negativa.

Y todo, preocupándome, no tanto de si todo esto era evangelización, sino más bien de que estuviera en la línea de la plena humanización, de la educación en general. En este contexto, hubo una mayor atención a los voluntarios; para ellos se creó una asociación, Aporti Aperta, para asegurarles que tuvieran título de formación, reconocimiento, protección y momentos de verificación de sus intervenciones. Antes –durante una década– acepté del director,  cuidar, organizar, animar a jóvenes destinados a la prisión para realizar su función pública como objetores de conciencia, cuando el servicio militar todavía era obligatorio. Ciento veinte jóvenes que descubrieron la existencia de una prisión de menores, allí destinados, que sin saber nada, crearon lazos, relaciones con los chicos internos, a veces, sólo pocos años más jóvenes que ellos. Allí, algunos descubrieron su nueva vocación para lo social…; para la mayor parte fue un período de un año que sirvió para romper con los prejuicios, para construir un nuevo pensamiento; en pocas palabras, se construyeron puentes y se derribaron muros; y por supuesto, se derribó el muro de la indiferencia. Los he encontrado en mi gira por Italia y fue un momento de gratos recuerdos, comunicación de una experiencia que no había sido inútil, pues estuvo marcada por muchos valores positivos. Debo decirlo: fue una apuesta ganadora.

También tuvimos en cuenta el aspecto religioso. Se ha necesitado mucho tiempo (treinta años) para finalmente tener un espacio adecuado para el culto, una pequeña capilla, preparada en los planos de las obras de renovación de la prisión, con una arquitectura sencilla, dotada de figuras y mobiliario básico, casi pobres, pero muy dignos. Y allí no ha faltado Don Bosco y María Auxiliadora, obras de un artesano de la madera, gratas y bien acogidas por todos, por los medios de comunicación de la ciudad y las instituciones. Decimos que Don Bosco entra siempre. Un espacio –era el reto educativo– en que por sí mismo, hablara de Dios, favoreciera la búsqueda de sentido religioso de la vida, condujera al silencio y la oración. Un espacio que no fuera uno de los habituales no-lugares (Marc Augé) en que los muchachos acostumbran a vivir, sino un lugar que invitara a todo el mundo, cristianos o no, chicos y personal, a la búsqueda común que va más allá de la finitud humana para hablar de Dios.

A partir de aquella Pascua del 2013, han comenzado las celebraciones litúrgicas con una cierta normalidad, animadas por los cantantes y los jóvenes de una comunidad parroquial cercana; con el tiempo, ayudada por otras presencias. Llegaron solicitudes casi espontáneas de los muchachos, para acceder a los sacramentos de la iniciación cristiana –un domingo de Pentecostés con un catecúmeno y dos primeras comuniones– y luego, la Confirmación a un muchacho detenido, celebrada con festejo y con la presencia de los familiares. La prisión se ha convertido un poco en mi parroquia; o tal vez mejor, en la parroquia de los que no tienen parroquia; y por consiguiente, la parroquia de los chicos, de los colaboradores, de los voluntarios.

Causará mucha sorpresa que haya sido necesario tanto tiempo para llegar a esa meta lo que, para algunos, tal vez, iba a ser un punto de partida calculado desde el principio. El Señor me dio tiempo, lo he aceptado porque quería que una elección tan decisiva sobre la fe fuera compartida lo más ampliamente posible, y preparada con pequeños pasos. También esta experiencia, explícitamente religiosa, me confirmó que los tiempos de los chicos son diferentes de los nuestros, y que la respuesta a Jesús es un derecho, que debe ser contestada, pero sobre todo, debe estar controlada y guiada en la dirección correcta. También me di cuenta de que las necesidades religiosas de los jóvenes, que todos dicen que ha aumentado en los últimos años, para que no sean efímeras, necesitan de los adultos que respalden su confianza, que hagan cierto lo que Don Bosco decía en su carta de Roma, de 1884. “Que los jóvenes no sólo sean amados, sino que se den cuenta de que son amados”.

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