Mi nombre es Ana Jordá. Soy psicóloga, con dos pasiones que me definen. Por un lado, formo parte del equipo de la Oficina Mentora de la Zona Norte de Alicante, incluida en la Red de Emancipación de la Conselleria d’Igualtat i Polítiques Inclusives. Por otro lado, pertenezco al Listado Oficial de Peritos Forenses. En este ámbito, mi función es poner la psicología al servicio de la justicia. Mi responsabilidad es, en definitiva, realizar evaluaciones psicológicas y, con ello, elaborar y ratificar un informe pericial con la máxima rigurosidad, ética estricta y objetividad posible. Los contextos donde más se reclama esta figura son dos: la credibilidad del testimonio en menores abusados sexualmente (pruebas preconstituidas) y los asuntos de familia (modificación de medidas, guarda y custodia…).
Toda esta serie de procedimientos tiene algo en común: hay menores involucrados. Respecto a esto, la justicia —y, en consecuencia, la psicología forense— tiene una máxima: siempre velar por el interés superior del menor.
Esto hace que, a la hora de realizar una valoración donde influyen numerosas y controvertidas variables —como son las rupturas sentimentales, las dinámicas familiares disruptivas, las situaciones de abuso y/o maltrato, las guerras entre progenitores que lidian con su propio dolor…—, el objetivo sea responder a una pregunta sencilla y compleja a partes iguales: Y el menor, ¿qué necesita?
Remarco la complejidad del asunto porque no es responsabilidad de la perita o del perito determinar y decidir qué necesita el menor, pero sí lo es arrojar luz donde a la justicia se le escapa. Ser una persona asistente neutral, capaz de traducir emociones en evidencia dentro de un contexto, y ofrecer soluciones respetuosas con los derechos de los y las menores.
En contextos como las pruebas preconstituidas, basta con tomar el testimonio del menor. Pero en procedimientos de custodia y credibilidad aparece el gran desafío: el Kraken, es decir, las versiones contrapuestas de ambos progenitores. Las emociones, los intereses y las vulnerabilidades se entrelazan, y muy a menudo los adultos no son conscientes de cuánto nublan su visión.
Las “guerras parentales” tienen un impacto profundo y duradero en la salud mental de los y las menores. Estos conflictos no solo afectan a su bienestar emocional inmediato, sino que también pueden influir en su desarrollo a largo plazo, afectando su capacidad para formar relaciones saludables y su salud mental en la vida adulta.
Los menores que perciben un ambiente tenso y conflictivo entre sus progenitores suelen experimentar una sensación de alerta constante. A ello se suma el temor profundo a perder el vínculo con alguno de sus progenitores, especialmente si hablan de forma benevolente de la otra parte. Es común que niños y niñas se sientan responsables de la separación de sus padres, creyendo que algo de lo que hicieron o dijeron provocó el conflicto. Desde nuestro cerebro adulto resulta difícil de creer, pero así suele ser cuando los progenitores están en guerra por la custodia.
Esto es dinamita para la autoestima de los menores. Resulta esencial que los adultos aclaren que la decisión de divorciarse es su responsabilidad y no del menor. Pero aún más esencial es que lo demuestren.
Las dinámicas familiares juegan un papel fundamental en la formación de la identidad y la percepción que niños y niñas tienen de sí mismos/as, especialmente cuando están expuestos/as a este tipo de conflictos. Cuando los progenitores mantienen una relación hostil, lo más probable es que los/las menores acaben experimentando inseguridad emocional.
¿De qué forma podemos traducir este ambiente tenso? Obviando muchos matices, cabe esperar la formación de un apego inseguro. Los ingredientes de este apego, grosso modo, son la ansiedad, la evitación o el comportamiento desorganizado. Cabe esperar que este estilo de apego impacte directamente en cómo el menor regula sus emociones, interpreta su entorno y establece relaciones sociales en el futuro.
Tenemos claros los problemas, así que pasemos a las soluciones. No recuerdo un informe pericial de valoración de guarda y custodia en el que, en el apartado “conclusiones finales”, no figure la siguiente deliberación: “Se considera muy conveniente que las partes acudieran a algún servicio de mediación a fin de mejorar su comunicación y flexibilidad en el terreno parental.”
Aquí se abren dos puertas. La primera nos conduce a la figura de coordinación de parentalidad. Es decir, un profesional que interviene en familias con altos niveles de conflicto tras su separación o divorcio. Su objetivo es, una vez más, sencillo y complejo: ayudar a los progenitores a cumplir con los acuerdos establecidos por el juez o jueza y a mejorar la comunicación entre ellos, siempre teniendo como diana el bienestar del o la menor.
La segunda puerta da paso a un servicio de mediación. En este caso, una figura profesional imparcial ayuda a los padres a resolver sus desacuerdos de manera colaborativa. Facilita el diálogo y la negociación para que ambas partes lleguen a algún tipo de acuerdo que beneficie a su hijo o hija.
La diferencia entre ambas opciones es la voluntariedad. En el caso de la coordinación, es un juez o jueza quien lo impone cuando considera que un menor necesita una protección que se ha evidenciado que sus padres no le están ofreciendo. Suele ser lo más habitual.
Cuando los padres no se sientan a resolver sus diferencias y dejan que sus emociones tomen el control, el impacto en niños y niñas puede ser devastador. Desde la distancia puede parecer increíble, pero muchas veces no se dan cuenta de lo que están haciendo. Las emociones intensas les nublan la vista y olvidan el efecto que esto tiene en la salud mental de sus hijos e hijas.
Sin embargo, como profesional y como persona, a veces entro en conflicto con la idea de que tendemos a convertirnos en jueces morales, sin contemplar que, seguramente, son personas rotas, lidiando con un dolor que no saben manejar y que les impide medir las consecuencias de sus actos.
En este aspecto, la pedagogía y la psicoeducación tienen un papel fundamental: coger todo este ovillo de emociones y ponerlo encima de la mesa. Si padres y madres aprenden a gestionar su propio dolor, proyectan presencia y seguridad, no miedo. Eso se convierte en un regalo infinito para sus hijos e hijas: les enseña a amar desde la confianza. Y ese es, en definitiva, el norte de todo este asunto: ayudar a que los adultos puedan reparar su propia historia para dejar a niños, niñas y adolescentes una base sólida desde la que construir su mundo.