Déjame que te cuente… Alegres en la esperanza
«Un Buenos Días cualquiera»
Cuenta la gente más antigua —los que aún saben escuchar el lenguaje del viento— que cada cierto tiempo el mundo se oscurece. No todo a la vez, ni en todas partes, pero se oscurece. Los caminos se llenan de nieblas. Las palabras se llenan de ruido. Y el corazón de la gente empieza a latir más despacio, como si esperara algo, pero no supiera el qué.
En uno de esos tiempos llegó la juventud.
No venía montada en caballos ni bajó del cielo. Llegó a pie. Con zapatillas gastadas, mochila al hombro y auriculares en los oídos. Algunos la miraron con desconfianza: “no saben nada”, “están en su mundo”, “no les importa nada”. Pero nadie se detuvo a mirarles los ojos. Porque en sus ojos, brillaba una chispa.
La juventud se fue juntando en las plazas. Encendieron palabras. De esas que abrigan, que invitan, que despiertan. Bailaron con rabia y con ternura. Gritaron por lo que duele, pero también cantaron por lo que sueñan. Dijeron palabras antiguas con voz nueva: justicia, dignidad, comunidad, tierra, futuro. A veces se equivocaron. A veces se callaron. Pero siempre volvieron.
Un día, en una aldea que podía ser cualquiera, decidieron no esperar más. Convocaron al pueblo al caer la tarde. Y allí, en medio de una plaza, hicieron lo que nadie esperaba: contaron su historia.
No con libros. No con discursos. La contaron con el cuerpo, con la voz, con silencios. Con máscaras que no escondían, sino revelaban. Uno representó el miedo. Otra, la rabia. Otro, la soledad. Pero también había quien era fuego, quien era brote, quien era tambor. Era un teatro, sí, pero no uno para entretener. Era un encuentro. Una grieta abierta en la rutina. Un espejo que no deformaba, sino que mostraba con claridad.
Y cuando terminaron, hubo un silencio largo. De esos que no incomodan, sino que acarician. Un anciano se levantó y dijo: «Creí que ya no quedaba esperanza… pero estaba caminando entre nosotros con rostro joven».
Esa noche, el pueblo durmió distinto. Y al despertar, algunos comenzaron a caminar junto a la juventud. No para enseñarles el camino, sino para recorrerlo en conjunto. No para guiar, sino para escuchar. Y así, la esperanza se volvió contagiosa.
Desde entonces, se dice que cuando el mundo se oscurece, basta con acercarse a la juventud. No para pedir respuestas, sino para recordar que la esperanza no es esperar: es moverse. Es bailar con los pies heridos. Es cantar aun sin saber la letra. Es abrir paso cuando todo parece cerrado.
Y por eso, hoy más que nunca, repetimos con convicción y ternura: «Alegres en la esperanza… y con ellos y ellas, caminamos».
Buenas noches.
Comunicación CEPSS