Por: María Méndez, CONFE Don Bosco
Del barro a la esperanza
En los últimos días, España ha vivido uno de esos momentos que dejan una huella imborrable. El paso de la DANA no solo ha arrasado calles y hogares, sino que ha desgarrado vidas, arrancando a su paso lo más querido. El agua, que en su calma es fuente de vida, se transformó en torrente imparable, llevándose consigo lo que encontró a su paso: sueños, recuerdos y, lo más doloroso, vidas humanas. Frente a este panorama, cuesta no sentirse pequeño, vulnerable, roto.
La imagen que acompaña estas palabras nos habla de ese momento, pero también nos muestra algo más. Vemos a una joven que, con sus manos firmes, limpia el barro. Su mirada no se pierde en la desolación, sino que está fija en el trabajo que tiene ante sí. No hay grandes gestos, ni heroísmo desmedido; hay simplemente alguien que decide levantarse y empezar a reconstruir. Entre el barro, surge una luz que, aunque tímida, anuncia que la esperanza nunca se rinde.
Esa joven es símbolo de tantas personas anónimas que, tras el paso de la DANA, han decidido no quedarse quietas. Es el reflejo de los vecinos que, sin pensarlo dos veces, rescataron a otros, de los voluntarios que llegaron con palas y abrazos, de quienes abrieron sus casas y sus corazones. Es también el espejo de todos nosotros, llamados a enfrentar el barro de nuestras vidas, las heridas de nuestras tragedias, y a transformarlas en algo nuevo.
En estos días de dolor, hemos recordado algo esencial: que no estamos solos. Frente a la vulnerabilidad que nos recuerda nuestra fragilidad humana, emerge la fuerza de la comunidad, el poder de la solidaridad, la luz de aquellos que se niegan a aceptar que el barro tenga la última palabra. Como cristianos, esta experiencia nos interpela profundamente. Jesús mismo no esquivó el barro de la humanidad; caminó entre las heridas del mundo, tocó sus dolores y los transformó. Nos enseñó que, incluso en el mayor de los sufrimientos, hay esperanza, hay vida, hay resurrección. Esta imagen nos conecta con un mensaje esencial de nuestra fe: la esperanza no es un sentimiento pasivo, sino una decisión activa de creer y construir algo nuevo. Limpiar el barro, acompañar a quienes han sufrido, reconstruir lo que se ha roto, es un acto profundamente evangélico. Es reconocer que, como comunidad, estamos llamados a ser parte de esa luz que irrumpe en la oscuridad.
Hoy, mientras las aguas retroceden y el barro comienza a secarse, nos queda el desafío de seguir adelante. Estos días, en mi cabeza resuena con fuerza una canción de Xoel López que dice: «Del lodo nacen las flores más altas». Sus palabras son un recordatorio poderoso en este contexto, donde el barro y las heridas parecen haberse apoderado de todo. Incluso en el suelo más árido y oscuro, hay un potencial de belleza, de renacer. Así como las flores necesitan del lodo para brotar, nuestras vidas, incluso en los momentos más difíciles, pueden convertirse en terreno fértil para el amor, la solidaridad y la reconstrucción.