En la imagen, Don Bosco extiende sus brazos desde el centro de una plaza urbana. Los edificios al fondo y los jóvenes que conversan ante él evocan un espacio cotidiano, un entorno donde se entrecruzan historias de vida, desafíos y oportunidades. Las palabras que rodean la escena nos recuerdan lo esencial: que los jóvenes se sientan amados, escuchados, acogidos, aceptados, comprendidos, valorados y cuidados.
El sistema preventivo de Don Bosco, basado en la razón, la religión y el amor, sigue vigente hoy en las realidades urbanas y en los barrios donde muchas personas jóvenes enfrentan situaciones de vulnerabilidad. La escucha activa, la acogida y el acompañamiento personal en espacios como plazas, barrios populares, calles o cualquier rincón donde los jóvenes se congregan y viven su cotidianidad, son claves para ofrecerles no solo un refugio, sino un espacio donde puedan florecer como protagonistas de su propia vida.
La razón nos invita a crear ambientes donde los jóvenes puedan tomar decisiones conscientes, basadas en un discernimiento que se nutra del diálogo y el ejemplo. En la imagen, vemos a dos jóvenes hablando, un gesto que ilustra el poder transformador del encuentro y la palabra. La educación, más allá de lo académico, es un proceso de comprensión mutua donde los valores y los sueños cobran forma.
La religión, en su sentido más profundo, se traduce en ofrecer una visión de esperanza, trascendencia y dignidad para cada joven. Es una invitación a reconocer que hay un horizonte más allá de las dificultades inmediatas. En los espacios de vulnerabilidad, como los barrios o las plataformas sociales, el sistema preventivo busca ser faro de esperanza, recordando a cada joven que su vida tiene un propósito más grande, que son amados y acompañados por Dios.
El amor es el núcleo de este sistema, un amor que no se reduce a lo emocional, sino que es una opción concreta de acompañamiento diario. Don Bosco creía en la amorevolezza, un amor que se expresa en la presencia constante (como la presencia de Don Bosco en la imagen), en estar al lado de los jóvenes, no solo cuando triunfan, sino especialmente en los momentos difíciles. Este amor cercano es el que puede transformar ambientes de exclusión en espacios de inclusión y desarrollo personal.
Cada uno de nosotros está llamado a encarnar estos valores: hacer que quienes nos rodean sientan que no están solos, que importan. Esto nos invita a reflexionar sobre nuestra propia práctica cotidiana: ¿qué acciones concretas puedo tomar en mi día a día para asegurar que los jóvenes con quienes me encuentro se sientan verdaderamente escuchados y valorados? ¿Es un simple saludo, una conversación o el acompañamiento en momentos difíciles? ¿Cómo puedo lograr que en los espacios donde participo —ya sea en el trabajo, el barrio o la familia— se cultive un ambiente donde los jóvenes sientan que son protagonistas de su vida y no solo espectadores? Y finalmente, ¿de qué manera puedo contribuir a que nuestras plataformas juveniles y sociales sean lugares donde los jóvenes no solo reciban apoyo material, sino también emocional y espiritual, sintiéndose verdaderamente acogidos?