Me llamo Graciela del Carmen Fuente Glassman, tengo 47 años, soy hija de dos educadores de vocación, mi padre español y mi madre argentina; su historia es muy curiosa y tiene mucho que ver con mi manera de ser. Mis padres se conocieron en Panamá, se casaron en Perú y se fueron a vivir a Venezuela, de allí mi origen. Tuve una hermosa infancia y una familia que, junto con mi hermano, me amaba infinitamente. A medida que iba creciendo, despertaba en mí la vocación docente, seguramente por el ejemplo de mis padres, ambos educadores y también catequistas. Estudié Ciencias Pedagógicas (Pedagogía) en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, Venezuela, y trabajé muchos años como docente, llegando incluso a ser la directora de mi propio colegio. Pero debo decir que mi perfil como educadora dio un giro de 180 grados cuando conocí a la familia salesiana.
Mi historia con los salesianos y las salesianas comenzó hace 20 años, desde que tengo la dicha de formar parte de esta gran familia. Empecé en la Parroquia Don Bosco de Altamira, en Caracas, luego en su Oratorio y después como educadora en la Escuela Técnica Popular María Auxiliadora de las Salesianas. Desde la parroquia me atraía la cercanía y el trato de los sacerdotes, quienes eran como amigos. Más adelante conocí el oratorio y poco a poco me fui integrando en sus actividades como animadora y catequista, por lo cual me uní también a las Misiones Salesianas. Cada sábado, cada Semana Santa, cada verano, era algo regenerador para mí estar allí con los niños, niñas y jóvenes, ayudándoles y sintiendo su felicidad por estar en una casa salesiana, así que llevé también a mis dos hijos.
El oratorio, como patio e iglesia, ofrecía los espacios necesarios para que muchos jóvenes de sectores marginados y en situación de pobreza de la capital de mi país se acercaran. Algunos venían con la excusa de la merienda, pero también porque se jugaba al fútbol y porque el lugar fomentaba que cada uno se convirtiera en una mejor persona, un buen cristiano y un honrado ciudadano. Ver cómo los jóvenes cambiaban radicalmente su forma de pensar, de actuar y hasta de ser, gracias a ser tratados con amor y respeto, parecía obra de magia. Pero esa “magia” tiene sus raíces en nuestro fundador, Don Bosco, quien desde niño sintió el impulso de ayudar y servir a los demás, especialmente a través de la educación.
Desde el primer momento que entré en un colegio salesiano, sentí una atracción irremediable hacia ese lugar. Lo primero que pensé fue: “Quiero trabajar aquí”. El ambiente que se vivía en los patios y en las aulas era algo diferente, incluso aunque yo tenía mi propio colegio y había pasado ya por otros entornos educativos.
Acompañamiento
Nunca olvidaré las palabras de quien fue mi impulsora en este hermoso camino de vida salesiana, Sor Benilde Ramírez, Directora de la Escuela Técnica Popular María Auxiliadora (ETPMA), quien me dijo: «Todo el que llega a una casa salesiana viene de la mano de María Auxiliadora». Me sentí tan halagada y emocionada al saber que la propia Virgen me había llevado hasta allí, que estuve dispuesta a dar todo por los jóvenes.
Por las tardes, daba clases de Lengua Castellana y Literatura en la ETPMA a jóvenes provenientes de barrios de muy bajos recursos económicos, de alta vulnerabilidad y en peligro de exclusión social. Lo que hacía que estos jóvenes asistieran a clases, a pesar de sus difíciles experiencias de vida y de sus grandes necesidades, era la educación individualizada y el ambiente educativo que compartíamos todos los educadores.
Ambiente
Esas primeras lecciones me las dio Sor Benilde, quien me pedía que la acompañara a sus reuniones con los padres y madres, en las que me demostraba que conocía a cada uno de sus estudiantes y a sus familias. Fue un modelo a seguir, porque paralelamente a mis tardes allí, por las mañanas yo era directora. Aprendí que donde nace el afecto y la confianza, como educadores debemos tener especial cuidado en la convivencia con los jóvenes, orientándolos por el camino del bien mediante la razón, la religión y el amor.
Por motivos económicos y políticos, tuve que emigrar de mi país, Venezuela. En el año 2019 llegué a Las Palmas de Gran Canaria, orientada por mi familia salesiana de Caracas, quienes me recomendaron que tocara las puertas de los colegios o comunidades presentes en la isla. Así llegué al Colegio María Auxiliadora de Tomás Morales, en Las Palmas de Gran Canaria, y conocí a quien sería otro pilar muy importante en mi camino por las casas salesianas: Sor Carmen Díaz, quien desde el primer momento, y solo al contarle de dónde venía y lo que hacía, me tomó de la mano e invitó a participar en los diferentes grupos de su comunidad y colegio. Comencé en el grupo ADMA (Asociación de María Auxiliadora) y también colaboré con unas formaciones para Hogares Don Bosco de ese colegio.
Hasta que un día conocí a otra hermana salesiana que también me tomó de la mano y me llevó por los caminos de la acción social salesiana. Sor Ana María Cabrera me dio la oportunidad de formar parte del equipo de educadores de la Fundación Canaria Maín, específicamente del Centro Boscoeduca, ubicado en el barrio del Polvorín, en Las Palmas de Gran Canaria. Aquí he continuado mi camino en el Sistema Preventivo de Don Bosco, poniéndolo en práctica y viéndolo reflejado en los niños, niñas y jóvenes con los que llevo a cabo mi misión educativa.
Los niños, niñas y jóvenes de nuestro Centro Boscoeduca se dividen en dos proyectos. Me centraré en el proyecto de la mañana, al que asisten en su mayoría jóvenes migrantes que vienen a aprender el idioma español y a formarse para integrarse en esta sociedad.
Razón
Por sus vivencias y las condiciones en las que estos jóvenes llegan a Las Palmas, es fundamental trabajar con ellos desde la razón. La razón, vista por Don Bosco como la justicia, es lo primero que debemos ofrecer a nuestros jóvenes: darles a conocer cuáles son sus derechos, y enseñarles a respetarlos y defenderlos es el primer paso en nuestro trabajo con ellos.
La sensatez está relacionada con todo lo que les pedimos a las personas jóvenes; lo que solicitamos debe ser proporcional a sus posibilidades, cualidades o habilidades. Ser razonables con ellos acerca de lo que esperamos y pueden ofrecer es crucial. He visto cómo los jóvenes, al reconocer sus capacidades y posibilidades y al sentirse valorados, dan lo mejor de sí mismos, a pesar de lo difícil que haya sido su pasado.
La racionalidad, es decir, explicar los motivos detrás de cada decisión educativa, también es importante. A nuestros jóvenes, procedentes de países como Marruecos, Gambia, Senegal, Costa de Marfil, y Mali, entre otros, les hacemos ver la importancia de aprender español y conocer la cultura para encontrar trabajo y construir su futuro. Para ellos es urgente trabajar, y se frustran ante la espera de sus documentos. Sin embargo, una vez comprenden la importancia del idioma y la cultura, se sienten más motivados y aprenden rápido.
Religión
La religión se entiende aquí desde la perspectiva de la fe. La mayoría de nuestros jóvenes son musulmanes; no imponemos nuestra fe católica, sino que los invitamos a cultivar su propia espiritualidad a través del ejemplo.
Amor
Finalmente, lo más importante es el amor. No un amor abstracto o subjetivo, sino el amor en acción. Como decía Don Bosco: «No basta amar a los jóvenes; es preciso que se sientan amados». La “amorevolezza” (amor en acción) hacia los jóvenes es lo que me impulsa cada día a seguir acompañándolos, educándolos y continuar así mis pasos por los caminos salesianos.