En un pequeño pueblo rodeado de campos de olivo vivían el abuelo José y la abuela Mariam. Cada tarde, se sentaban en el portal de su casa; dos sillas de madera, viejas y acogedoras, esperaban a los jóvenes del vecindario para compartir historias.
Desde hacía algunos años, el portal de la casa del abuelo José y la abuela Mariam se había convertido en un lugar mágico, un rincón de encuentro y conversación. Allí, la abuela Mariam tejía cuentos con hilos de sabiduría, que el abuelo José decoraba con chistes y reflexiones profundas.
En una velada calurosa, con el cielo repleto de estrellas, llegó Sara, una niña nueva en el vecindario. Sara había llegado al pueblo hacía poco tiempo, acompañada por su familia. Era tímida, y su mirada llena de curiosidad revelaba un mundo de preguntas sin responder. Había escuchado sobre el portal y decidió acercarse, esperando encontrar un rincón de calidez y, quizás, una respuesta a sus dudas.
—¡Hola, Sara! —dijo la abuela Mariam, con una sonrisa que invitaba a la confianza—. ¿Te gustaría escuchar una historia?
Sara asintió con una mezcla de curiosidad y timidez, sentándose en una de las sillas mientras el abuelo José comenzaba a relatar:
—Érase una vez, en un reino lejano, un pequeño pueblo llamado Zabulón, dividido por una imponente muralla. A cada lado, los habitantes vivían sin contacto entre sí, temerosos y desconfiados de lo que había al otro lado. Pero un día llegó un joven llamado Abraham, con una energía especial y una misión en su corazón.
Abraham cruzaba la muralla todos los días, llevando consigo una “buena noticia”. Decía que había llegado el momento de unir al pueblo. En su mochila siempre llevaba pan para las personas más jóvenes, organizaba juegos, contaba historias llenas de esperanza, hacía trucos de magia y, sobre todo, escuchaba los sueños de quienes le acompañaban.
Al principio, muchos jóvenes de ambos lados de la muralla lo miraban con escepticismo; sin embargo, poco a poco, la alegría y la bondad de Abraham empezaron a hacer mella en sus corazones. Las reuniones se hicieron más frecuentes y, con cada día que pasaba, la muralla comenzaba a mostrar pequeñas grietas por donde se colaban rayos de luz.
Abraham inspiró a una generación de jóvenes a soñar con un futuro sin divisiones. Cada juego, cada historia, cada truco de magia era un ladrillo menos en la muralla que los separaba. Decidieron que la paz era el único camino y comenzaron a trabajar en conjunto, desde ambos lados, para derribar la muralla.
Con martillos, picos y sus propias manos, hicieron grandes grietas en la muralla hasta que un día, en un acto de unión y determinación, la derribaron por completo. La luz del sol atravesó el pueblo entero, iluminando los rostros de quienes habían trabajado en conjunto para lograrlo.
En el antiguo límite de su división, decidieron rebautizar su pueblo. Ya no sería conocido como Zabulón, un lugar de separación, sino como Shalom, un símbolo de paz, unión y esperanza.
Sara, inspirada por la historia, comprendió la importancia de las palabras y los actos en la construcción de una comunidad unida.
El abuelo José miró a Sara y dijo:
—Lo importante de esta historia es que las palabras y los actos tienen el poder de unirnos. La forma en que hablamos y tratamos a quienes nos rodean puede construir puentes y hacer que todas las personas se sientan incluidas y valoradas. En nuestro vecindario, cada persona es parte de ese puente.
La abuela Mariam añadió:
—Recuerda, Sara, que la verdadera amistad social no solo nos acerca a quienes conocemos, sino también a quienes están buscando un lugar al que pertenecer. Todos tenemos un papel en construir un entorno donde el respeto y el cariño sean la base de nuestras relaciones.
Sara, con los ojos brillantes, se levantó de la silla con una nueva determinación. Sabía que no solo había encontrado un lugar para escuchar historias, sino también una lección valiosa para llevar consigo y compartir en su nuevo hogar.
Esa noche, Sara se fue a su casa y se durmió pensando en la historia del abuelo José y la abuela Mariam. Durante la noche, tuvo un sueño en el que una voz suave pero firme le decía: «La resistencia, la disidencia y la desobediencia de la juventud, como actos de amor, son fundamentales para la construcción de pueblos de paz. La juventud, dueña de sus sueños y de la construcción del futuro, debe mantenerse firme en su convicción de crear un mundo donde la justicia y la solidaridad sean los pilares que sostienen la comunidad».
Al despertar, Sara sintió que el sueño había reafirmado lo que había aprendido esa noche en el portal. Sabía que tenía un papel importante en la construcción de una comunidad unida y decidió, con renovada determinación, ser parte activa de ese cambio en su nuevo hogar.
Con el tiempo, Sara también se convirtió en un punto de encuentro en el vecindario, enseñando a los más jóvenes y recordando la importancia de las palabras y los actos en la construcción de una comunidad unida y solidaria.
El portal del abuelo José y la abuela Mariam seguía siendo el corazón del vecindario, donde cada historia contada ayudaba a tejer los lazos invisibles que unían a todos en una gran comunidad.