Por David Kaplún
Al trabajar con masculinidades, uno de los escenarios más complejos surge cuando se trata de hombres en proceso de exclusión. Basta con echar un vistazo a las estadísticas para darnos cuenta de que la exclusión es uno de los factores más relacionados con la violencia. Una lectura superficial podría llevarnos a pensar que están excluidos porque «algo habrán hecho», confirmando así la idea de que cuanto menos contacto tengamos con personas en exclusión, más a salvo estaremos… pero no es tan simple.
Según la Estrategia Europa 2020 la exclusión tiene que ver fundamentalmente con la pobreza económica y en algunos casos, con el nivel de estudios de una persona. Sin embargo, al evaluar los modelos sociales que actúan en occidente podemos evidenciar cómo estos indicadores son claramente insuficientes simplemente con ver la probabilidad de empleabilidad que puede tener una persona en situación de desempleo pero española, blanca, con vivienda y una red social nutrida, frente a la probabilidad que podría tener otra persona pero extranjera, de algún país africano, negra y sin red local, aunque haya estudiado una carrera universitaria.
De manera que, para hablar de exclusión, no podemos dejar de lado el concepto de Kimberlé Crenshaw sobre interseccionalidad que ilustra claramente cómo estamos siendo constantemente juzgadas contínuamente por cada una de las personas que conforman nuestro entorno social pero también, por supuesto, por nosotras mismas. Cada persona reproduce un sistema jerárquico de valores y de inclusión que facilita o limita las posibilidades de intervenir en nuestra sociedad, no sólo económicamente, sino en todas las variables posibles: también emocionales, psicológicas, relacionales, culturales, sociales y políticas. Según la sumatoria de las variables que cada quien tiene en cuenta para elaborar este juicio inconsciente de incluibilidad de las personas de nuestro entorno, automáticamente les otorgamos un rango mayor o menor de poder, y cómo este proceso es también dialógico, cada persona nos autogeneramos un un rango según los baremos que consideremos importantes y según el cual nos permitimos intervenir en nuestra realidad.
Por supuesto, estos indicadores que subjetivamente cada persona tiene y juzga del resto, son co-construidos de forma individual y colaborativa (psicológica y culturalmente), tanto las variables en sí como los valores más y menos aceptados, de cada una de ellas. De manera que, al hablar de procesos de exclusión, no hablaré sólo de las condiciones económicas o el nivel de estudios de las personas, sino de todas las jerarquías que activamos contínuamente y, muchas veces, de manera inconsciente.
Por lo tanto, si analizamos la forma de hablar o los chistes que hacemos, claramente podemos ver grandes transformaciones con respecto, simplemente, a lo que decíamos hace 10 años pero, si analizamos estas jerarquías internas, la manera en la inconscientemente evalúo mi entorno, ¿han variado igual? ¿Estas jerarquías se mantienen? ¿Vemos igual a personas de diferente color de piel, de diferente nivel socioeconómico, de diferentes tallas, de distinto género?…
Educa lo que decimos… pero también lo que hacemos.
¡No hay forma de no formar! Decimos algo y obviamente tiene un impacto en quien lo escucha pero si no decimos nada, también damos información, también avalamos o intervenimos en nuestro entorno desde la escucha, la inactividad o la observación no participante. Sin embargo, nos han acostumbrado a que lo importante es lo que decimos y probablemente en algún momento nos habrán dicho aquello de: “haz lo que te digo, no lo hago”, como si al decir esa frase ya nuestro cuerpo dejara de prestar atención a lo que hacemos. Evidentemente, si lo que hacemos contradice lo que hemos expresado verbalmente, quién aprende, no se queda sólo con lo dicho, asume la contradicción como algo normal y entiende que hay dos realidades: la que mostramos en público y la que nos permitimos cuando pensamos que nadie nos ve, de la que no hablamos. Es decir, naturalizamos el engaño.
Por lo tanto, teniendo en cuenta de que la contradicción entre lo que hacemos y decimos también forma, podemos hacer una revisión sobre lo que nos están diciendo algunas personas desde hace años sobre el modelo de sociedad que estamos construyendo entre todas, al no enfrentarnos a los cambios que rápidamente hemos ido introduciendo.
Marc Augé, a través de varios de sus ensayos nos hace evidente que lo que nos planteamos muchas veces como una nueva era de redes, virtualidad, de rapidez… no son más que cambios cosméticos a lo que realmente está pasando que ha optado por llamar “sobremodernidad” ya que, en realidad, estas novedades están potenciando los valores modernos que ya venían dirigiendo nuestras sociedades desde hace siglos.
Gran parte de su postulado lo concentra en un párrafo:
“Se puede ver, en la expresión de los espacios virtuales, el signo de una progresión rápida de la «sobremodernidad» entendida como la combinación de tres fenómenos: el estrechamiento del espacio, la aceleración del tiempo y la individualización de destinos. Frente a mi ordenador tengo la sensación de tener el control sobre mi comunicación, sobre todo si firmo con un nombre inventado, y, evidentemente, puedo comunicar de manera casi instantánea con individuos que viven al otro lado de la tierra.” Marc Augé: 2009
Aunque parezca que estamos viviendo un mundo radicalmente diferente al de generaciones anteriores: la individualidad, sobredimensionada desde una publicidad basada en el “todo es posible”; la obsesión por la velocidad, cada vez llevada a nuevos límites, en los que “todo está a un click”; y por supuesto… la conquista de espacios, que ahora ya no se trata de tierras lejanas sino del planeta en general, a través de reuniones virtuales de equipos deslocalizados y multinacionales, vemos cómo los valores que continúan prevaleciendo son los mismos que se forjaron en la modernidad.
Por lo tanto, al menos los cimientos de nuestro sistema, no han cambiado mucho, aunque en apariencia pueda resultarnos tan diferente. Entonces me pregunto, ¿este mismo espíritu lo estaremos reproduciendo a escalas menores y más cotidianas? Es decir, así como este sistema cada cierto tiempo cambia la manera de nombrar a las poblaciones excluidas, pero no deja de generarlas… en casa estaremos construyendo discursos más políticamente correctos pero, con pocos cambios sustanciales en nuestro sistema de valores?
La exclusión
Por supuesto, para mantener este sistema es necesario, que cada una de las partes que lo conforman, (también a nivel familiar e individual), reflejen esta esencia. En otras palabras, este modelo social no puede sostenerse sólo con el deseo individualista, veloz y el afán de conquista de unos pocos, necesita que este modo de vida sea sostenido por la mayor cantidad posible de personas, de hecho, sin darnos cuenta, al hacer algo tan cotidiano como comprar, ayudamos a mantener estas desigualdades que benefician a unas pocas personas, a costa de otras muchas y esa diferencia marca, por lo tanto, otras dos características de la modernidad que rara vez se señalan (por lo cotidianas que nos resultan): la separación y la competición. Es decir, el modelo social y cultural que se nos vende se basa en la idea de que debemos competir para dominar a otras personas, seres vivos y espacios o, de lo contrario, estaremos a su disposición, desde la idea que somos cosas diferentes.
A mitad del siglo XIX el Jefe Seattle, en una carta dirigida a Franklin Pierce (entonces presidente de los Estados Unidos), le escribe:
“La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas están ligadas como la sangre que une a una familia. El sufrimiento de la tierra se convertirá en sufrimiento para los hijos de la tierra. El hombre no ha tejido la red que es la vida, solo es un hilo más de la trama. Lo que hace con la trama se lo está haciendo a sí mismo.”
Este mensaje nos permite reconocer cuán antiguas son las bases del modelo que hoy reconocemos tan actuales y, al mismo tiempo, nos ofrece un espejo para intuir otros enfoques, otros modelos para observar tanto nuestro modo de vida y nuestros valores, como las consecuencias que estamos generando. Sin embargo, la preocupación contínua por no caer en la zona de exclusión, nos ha llevado a no querer observar ni hacernos cargo de lo que allí está ocurriendo y, sin darnos cuenta, cada vez generamos más personas a los márgenes y, por lo tanto, más necesidad de huir tenemos.
Personas que eligen hacer un viaje del que posiblemente no salgan vivas, frente a la certeza de una muerte segura o una vida en condiciones extremas, aceptando trabajos en condiciones de esclavitud, o en situaciones de guerra, migran hacia países que se enriquecen al generar y mantener las violencias de las que huyen. Y luego, las personas que llegan, se ven abocadas a convivir con el rechazo generalizado de su nuevo entorno social. El mismo entorno que ha permitido, con su silencio, el mantenimiento del sistema que genera todos estos daños.
Es decir, las poblaciones que llamamos excluidas y que reproducen los daños que consideramos inaceptables en nuestro modelo de vida, al fin y al cabo están reproduciendo los daños que han naturalizado al estar expuestas a la cara menos visible (y más violenta), de nuestro sistema socioeconómico global. Podemos hablar ahora de racismo, de clasismo, de homofobia, machismo… pero lo cierto es que todas las exclusiones se alimentan del mismo ingrediente: la violencia. Es decir, la idea de que hay vidas que importan más que otras. Por lo tanto no se trata de personas excluídas, porque no están fuera de nuestro sistema, de hecho, son fundamentales para su mantenimiento. Simplemente, desde nuestro enfoque (corto de miras), nunca pensamos que se nos devolvería esta realidad, tal y como nos había advertido el Jefe Seattle. Nos estamos dando cuenta que lo que hacemos a nuestro entorno, nos lo hacemos a nosotras mismas.
Con esto no pretendo eximir de responsabilidad a quienes, aunque hayan estado muy expuestos a situaciones violentas, luego reproduzcan cantidades enormes de daño. Por descontado, considero que esas personas deben responder ante las violencias que han ejercido, sin embargo, ahora quiero poner el foco en el trabajo pendiente, un trabajo de prevención, de responsabilización y de autocrítica necesario para, por una parte, identificar el papel que nuestro modelo social tiene en la reproducción de la violencia y, por otra, entender las razones por las que es necesario aplicar un nuevo enfoque metodológico al diseñar el acompañamiento a personas en situación de exclusión, perpetradores o privadas de libertad.
Si queremos atender a estos perfiles es importante incorporar los últimos datos del INE (del 2022), sobre la población reclusa de España ya que nos advierte que se distribuye de forma muy desigual: la proporción es de aproximadamente 12 hombres por cada mujer en prisión, es decir más del 92% de la población que se encuentra en prisión, es masculina. Por lo tanto, para poder trabajar con estos perfiles es necesario incorporar una perspectiva de género y, concretamente de masculinidades, que nos permita reconocer qué patrones sostienen y facilitan a los hombres la construcción de modelos de relación que suponen tanto daño a su entorno, como para ser privados de libertad por el sistema judicial.
La masculinidad
Para empezar, al iniciar este punto me veo obligado a hacer una serie de aclaraciones. Desde mi experiencia en el trabajo con masculinidades, no puedo entender la masculinidad como un factor de exclusión, de hecho, podemos ver cómo el modelo social que hemos heredado y que aún hoy sostenemos, ha sido ideado y mantenido por hombres con poder que, a su vez, se han encargado de generar instituciones que, de manera fractal, reproducían el mismo poder en entornos cada vez más pequeños y de esta forma la Iglesia y el Estado, como dos de las más importantes instituciones encabezadas por hombres, transmitían su poder a instancias cada vez más pequeñas, regentadas tradicionalmente por otros hombres que, finalmente influían en la instancia más pequeña, la que conocemos como familia y la que “el cabeza de familia” (también hombre), tenía la encomienda de guiar. A este sistema se le ha llamado tradicionalmente Patriarcado por la evidente transmisión de poder masculino que representa.
Sin embargo, aunque no entienda la masculinidad como un factor de exclusión, no puedo negar que existen infinitos modelos de masculinidad y, según la cercanía que puedan tener con el modelo normativo, algunos de estos modelos han sido (y aún siguen siendo), discriminados por modelos de masculinidad más tradicionales. Es decir, aunque socialmente, lo masculinizado sigue teniendo más poder en nuestra sociedad, no todos los hombres tienen el mismo poder. Por lo tanto si ligamos esta idea con el concepto de interseccionalidad previamente citado, nos daremos cuenta de que un hombre negro, gay, subsahariano, sin estudios y recién llegado en patera a las costas de Ceuta, no tiene el mismo poder que un hombre que encarna los patrones hegemónicos de masculinidad. Es aquí cuando ligamos los dos enfoques: por lo tanto, no se trata de interpretar la masculinidad como un factor de exclusión, es justo al revés, se trata de poder observar e incorporar en el trabajo de acompañamiento, los factores de exclusión que discriminan a las personas, aunque sean hombres. Esto probablemente nos lleve entender situaciones tan paradójicas como que las personas que atiendan a estos chicos, aunque sean mujeres, puedan llegar a tener más poder que ellos si son blancas, hetero, europeas, con estudios y trabajo. Sin embargo, en estos casos no deberíamos olvidar que si comparamos al mismo chico del que hablábamos antes, con su hermana, él seguiría teniendo más poder porque, en su hermana, además de todos los factores de exclusión identificados previamente, tendríamos que añadir el hecho de ser mujer.
Por todo esto, cada vez que trabajo con hombres en contexto carcelario, les pido que realicen una biografía en la que puedan identificar cómo recuerdan sus infancias y, como es evidente, comienzan a aparecer infinidad de intersecciones que, por un lado, hacen emerger las debilidades que les han expuesto a situaciones de mucho daño y, por otra parte, también se pueden apreciar situaciones en las que son premiados, entre otras cosas, por crear situaciones de violencia similares a las que habían sufrido en edad infantil. En otras palabras, es posible identificar en su recorrido vital, cómo las mismas personas pasan de ser víctimas de las violencias que otras personas ejercen sobre ellas, a ser agresores, generando las mismas violencias que antes habían sufrido, perpetuando de esta manera un ciclo que viene reproduciéndose desde hace generaciones y que sólo pueden romper cuando lo hacen consciente.
Como podría resultar obvio, las historias de vida de estas personas están llenas de experiencias traumáticas a edades muy tempranas. Sin embargo, creo que lo que más les afecta no son las vivencias como tal, sino la falta de herramientas para afrontarlas. En el artículo para el INJUVE sobre Masculinidad, Juventud y Consentimiento, explico con más detalle lo que ahora diré de forma más resumida pero básicamente, hablamos de personas que nunca (o muy pocas veces), han hablado de lo que sienten, porque desde muy pequeños han entendido que sentir (y hablar de lo que sienten), no es algo normal, han interpretado el riesgo como una puerta hacia la aceptación del grupo, incluso hasta niveles en los que su propia vida estaban en juego, han bromeado con situaciones que implicaban daño para otras personas, de la misma forma que han naturalizado cómo otras personas se reían de ellos cuando tenían miedo, han valorado más el poder y el dinero que las personas les han acompañado, han ido dando cada vez más importancia a las cosas que a las relaciones, alejándose cada vez más de su s redes y han entendido la violencia como una herramienta de educación. Es decir, en general, han aceptado, sin cuestionamientos los mandatos masculinizados a tal punto, que los han hecho propios.
El mayor problema, por lo tanto, no es lo vivido (que ya es un problema terrible), el principal problema es la interpretación que pueden hacer de lo vivido sin la posibilidad de hablar de ello; con el contínuo miedo e incluso terror con el que conviven a diario que, para no recibir burla, han aprendido a no mostrar, (tanto así, que ya ni ellos mismos lo pueden ver ya); la falta de sensibilidad por lo que a otras personas les pueda pasar (los problemas son entendidos como bromas, situaciones que hacen gracia); la mirada materialista que, de tanto estar pendiente de cosas, han cosificado vidas y experiencias y, por último, la idea de que el respeto, se logra con violencia porque además, es la manera de asegurarse de que las cosas se hagan bien, es decir, como ellos quieren, desde una mirada individualista y conquistadora.
Podríamos decir entonces que han entendido tan bien el modelo de masculinidad hegemónica que han descuidado su propia humanidad. Sin embargo, a esta altura podemos identificar cómo el modelo que representa la Masculinidad Hegemónica, no es más que una copia fiel del modelo social que sostenemos entre todas las personas. De hecho podríamos decir que se trata de la herramienta a través de la cual los hombres (como representantes últimos de este sistema social basado en la desigualdad) expresamos en entornos más pequeños (como la familia, las amistades…), lo que en entornos más amplios vienen expresando lobbies y multinacionales.
La reparación
La primera pregunta que surge, al iniciar este apartado es: si han llegado a tal nivel de deshumanización, ¿realmente es posible integrarlos nuevamente? Y a esta pregunta yo respondería con otra: ¿te ves capaz de transformar este sistema social que mantenemos entre todas? Lo que respondas a la segunda determinará la fe que puedas tener en la respuesta de la primera.
Básicamente, a lo largo de este ensayo, se han ido tejiendo dos grandes ideas: por un lado se ha abordado la exclusión como una de las consecuencias de nuestro sistema socioeconómico y, por otro, se ha presentado la idea de masculinidad hegemónica, como la herramienta de dominación que de manera más cotidiana utilizamos para discriminar lo feminizado.
Por lo tanto, para responder a ambas cuestiones es necesario que observemos que nos pasa cuando respiramos tranquilamente, cuando nos colocamos por encima del miedo, cuando vemos a otras personas como agentes de un cambio que también me transforma, cuando me entiendo como una pieza de una red que se nutre de lo que logramos en conjunto, es decir, donde no sólo no competimos, sino que colaboramos y, por lo tanto, comenzamos a valorar el aporte de otras personas y podemos mirarnos a los ojos.
Lo mismo que nos ocurre cuando hacemos este cambio de mirada, le ocurre a personas que han sido condenadas por algún delito, porque les permite conectar con su humanidad y, a través de esa conexión, empiezan a conectar con otras humanidades. Se trata de un viaje sin retorno, como nos ocurre cada vez que ampliamos consciencia, cuando hacemos transformaciones tan radicales, que cambian nuestra manera de entender el mundo.
Sin embargo, paradójicamente, para lograr estas transformaciones, es necesario ver a estas personas capaces de transformar sus vidas, capaces de hablar, de demostrar afecto, de confiar, de empatizar con el daño de otras personas y de reparar daños que hayan podido causar. Es decir, tenemos que hacer el mismo trabajo que les pedimos.
Lo que alimenta nuestro estilo de vida es la violencia, es decir, la desigualdad impuesta y la jerarquía que coloca a unas personas por encima de otras. Según la distancia que consideremos que nos separa de otras personas (que hemos decidido que son inferiores), nos permitimos cosificarlas en mayor o menor medida y, por lo tanto, la herramienta que utilizamos para justificar esa desigualdad son nuestros privilegios. En consecuencia: si somos adultas, tenemos un color de piel más bien claro, si llegamos a fin de mes, si tenemos cuerpo normativo, si tenemos formación superior, somos hombres… probablemente de alguna u otra forma estamos reproduciendo algún tipo de daño. Sin embargo, si aún así, tenemos intención de cambiar y somos capaces de darnos cuenta de las pequeñas transformaciones que año a año vamos realizando, ¿por qué otras personas no podrían hacer lo mismo?
Evidentemente no todos los daños son iguales y no todas las personas tenemos las mismas responsabilidades, esto nos adentraría en un análisis más social y político que no atiende al objetivo del artículo, porque ahora nos toca incorporar una mirada que nos permita entender la necesidad de trabajar con todas las personas, también las que hemos colocado a los márgenes, porque, de otra forma, seguiríamos fortaleciendo el modelo del que queremos trascender, a saber, asumiríamos que sólo se puede trabajar con un grupo determinado de personas (que nuevamente estarán marcadas por los estándares que culturalmente valoremos), generando una relación elitista y, por lo tanto, nuevamente excluyente.
Si, por el contrario, asumimos que todas las personas tenemos agencia de transformación personal y de nuestros contextos relacionales más inmediatos, entonces nos daremos cuenta de dos cuestiones importantes: la primera tiene que ver con el hecho de que no solo todas las personas pueden construir una mejor versión de sí mismas, sino que sólo ellas pueden hacerlo. El resto podemos ayudarles pero, solo si están convencidas, lo harán. Y la segunda, y quizás más importante, es que las necesitamos. Sólo un grupo de personas, por especializadas que sean, no puede transformar sociedades, las sociedades las transformamos las personas, todas!, cada una en lo que sabe y con la ayuda del resto, porque ninguna podemos solas.