Mi nombre es Juan José Zuluaga Vallejo, nací en Colombia más concretamente en Cali, hace 32 años. Mis orígenes son bastante humildes, me crié en una familia monoparental, formada por mi madre —la cabeza de familia—, mi hermano —19 años mayor que yo— y un servidor. Gracias a Dios, nunca nos faltó de nada, dado que tenemos familia en Estados Unidos, que nos mandaba dinero siempre que lo necesitábamos.
El problema de mi país era —es, y siempre será— el narcotráfico. En mi época, Colombia era un país extremadamente violento, llegó un punto en el que te mataban por mirar mal a la persona equivocada. Ante esta situación, mi hermano, que era deportista de alto rendimiento, aprovechó un campeonato que tenía en Mallorca y se quedó en España de forma irregular, dejándonos solos a mi madre y a mí en Colombia y creando una posibilidad de huida de aquella situación.
Con 9 años ya había visto de todo, cuchillos, pistolas, drogas, muertos… y eso que no era un chico que me juntara con mala gente, ni que tuviera ningún familiar metido en ese mundo, sencillamente era el pan de cada de día para el 80% de los habitantes de mi país. Aquello era algo que mi madre no podía soportar, tenía miedo que algún día nos pasara algo malo, al fin y al cabo, no era extraño que cualquier miembro de una familia promedio colombiana se viera en medio de una guerra de carteles, o que una bala perdida alcanzara un hogar. Por tanto, el 1 de Junio de 2001 empacamos las poquitas cosas que teníamos y, junto a otros familiares que también deseaban salir de allí, engordamos la lista de personas en busca de refugio político que llegaron a España en ese “boom migratorio” de principios del siglo XXI.
Recuerdo mi llegada a España como algo verdaderamente traumático, había dejado atrás toda mi vida, y no entendía muy bien porque tenía que compartir mi espacio con gente que apenas conocía —si hubiera sabido lo que me esperaba… jajaja—.
Después de un tiempo viviendo en centros de acogida para inmigrantes y habitaciones en pisos compartidos, a mi madre, la cual trabajaba duramente de interna cuidando personas mayores para sacarme adelante, le detectaron un tumor cerebral maligno. En esa época yo cursaba segundo de la ESO, y tuve que «turnarme» para vivir con mi hermano, el cual ya tenía familia propia en un pueblo de Sevilla, y mi tía, la cual vivía con mi tío y mi primo en otro pueblo.
En definitiva, mi madre no podía cuidar más de mí, así que empecé a trabajar para costear mis gastos y poder seguir estudiando. Sin embargo, el estado de mi madre hizo que tuviera que dedicarme a cuidarla en el último año que le quedaba de vida y, muy a mi pesar, tuve que abandonar el instituto y así pasé de ser estudiante a cuidador de mi madre a tiempo completo, hasta que, el 15 de diciembre del 2008, un año y medio después de que le fuera detectado el tumor, ella falleció dejándome con ese sentimiento agridulce de «ha muerto mi madre, pero por fin había acabado el sufrimiento que había representado la enfermedad que se la llevo», había visto a la mujer más fuerte que había conocido en mi vida, reducida a una persona postrada en una cama sin poder hablar, ni asearse ni comer.
El año 2009 fue una época bastante movida para mí. Mi madre nunca se había preocupado por regularizar mi situación legal, ya que solo le interesaba solucionar la suya para poder arraigarme familiarmente y regularizarme de forma automática. Como consecuencia, a los 17 años, me vi obligado a iniciar el proceso por mi cuenta. La dificultad radicaba en que no tenía ningún pariente consanguíneo directo, lo que impedía la renovación de mis papeles mientras fuera menor de edad. El tiempo corría en mi contra. A pesar de tener un trabajo, haber retomado mis estudios, contar con el título de la ESO y estar cursando un Grado Medio de informática, mi situación legal en España me obligó a tomar una decisión muy difícil: ingresar en un centro de menores. Era la única salida, ya que allí podían gestionar mi residencia en España y podía estudiar sin necesidad de trabajar. En diciembre de ese año, entré en el sistema de protección de menores
Sé que quien lea mi historia, pensará «madre mía, un centro de menores, esta será una etapa bastante dura de su vida» sin embargo, creo que esa opinión no puede estar más alejada de la realidad. El centro de menores me forjó y me convirtió en la persona que soy hoy en día. Aprendí muchísimas cosas, y una de ellas fue a lo que me gustaría dedicarme, ya que me encantaba ver cómo los educadores que estaban a cargo de nosotros se convertían en confidentes y en esa figura de referencia que mucho de nosotros necesitábamos.
Después de mi paso por el centro de menores, y debido a mi buen comportamiento, pasé a un piso de mayoría de la Junta de Andalucía, y es aquí donde tuve mi primer contacto con los salesianos, ya que este piso estaba gestionado por ellos. Su metodología de enseñanza me ayudó a ser una persona más responsable, a tener horarios, a poner por delante los compromisos a mi diversión y, gracias a esta etapa, conseguí sacarme los dos años de Grado Medio, salí con mi documentación recién renovada y con una perspectiva mucho más favorable para mi desarrollo.
Sin embargo, la vida me deparaba muchas sorpresas más, una crisis económica, un retroceso de la economía mundial y una situación familiar bastante inestable, hicieron que ninguna de mis expectativas se cumpliese, conseguí varios trabajos pero ninguno fijo. Me fui a Barcelona a probar suerte, ya que mi tía se había mudado allí, y me dijo que me hospedaba a cambio de que trabajara. Esto no funcionó, así que decidí prepararme las pruebas del Grado Superior y volví a Sevilla, a vivir de casa en casa de amigos en busca de un sitio donde quedarse mientras terminaba de estudiar. Sin embargo, cuando terminé el Grado Superior —después de tanto esfuerzo— nada cambió, seguía sin conseguir trabajo estable, sin tener un sitio fijo donde vivir. Mi única familia eran mis amigos, que me abrían la puerta de su casa para pasar unos días, unas semanas o, en el mejor de los casos, algunos meses. Tenía un título superior, pero nada era estable en mi vida, no quería vivir con mi familia —sentía que estorbaba y que no era parte de ellos— pero de repente y como vienen las mejores cosas, sin avisar, todo cambió.
Recuerdo ese día como cualquier otro, me levanté en un sitio que no era mi casa, preparado para afrontar lo que me tuviera preparado el destino, y de repente una llamada. Era Antonio, el antiguo director de los pisos de autonomía en los que estuve cuando tenía 18 años. Me preguntó que cómo estaba, y yo le conté todas mis aventuras. Recuerdo que cuando terminé de hablar y manifestar su asombro, me dijo «Juanjo, tengo un recurso que te puede venir muy bien, se trata de una vivienda en la que compartirás espacio con salesianos y con gente que está estudiando para serlo es decir, una comunidad religiosa, en resumen, vivirías con curas». Cuando escuché esto me reí por dentro y pensé «curas… jod**, lo que me faltaba ya por vivir», sin embargo, miré a mi alrededor, nada era mío, viajaba de casa en casa con una maleta, ¿qué es lo peor que podía pasar?, así que decidí decirle que sí. «Vale, pero antes tendrás que conocer al director, su nombre es Pepe Núñez, quiere valorarte y conocerte» y sin más dilación quedamos esa misma semana para conocer a ese cura y ver la posibilidad de que ese fuera mi nuevo hogar.
Cuando entré a la casa salesiana de Bartolomé Blanco, me recibió Pepe con una gran sonrisa, con un abrazo, con mucho cariño. Me recibió como el que recibe a un hijo que no sabía que tenía, me arropó desde el primer segundo y me hizo sentir que estaba en casa, sinceramente creo que me desarmó desde el primer minuto. Cuando cuento esto me veo desde lejos y pienso «madre mía que exagerado soy», pero realmente es lo que sentí desde el primer momento. Pasé una semana trabajando para aquel hombre que apenas conocía y que casi sin darme cuenta, se empezó a convertir en la figura paterna que había reclamado toda mi vida.
Una vez pasada esa semana, empecé a formar parte de la comunidad, enseguida se convirtió en mi casa y, tanto los salesianos, como los prenovicios, como los jóvenes que estaban en mi misma situación, pasaron a ser mi FAMILIA. El resto del tiempo que pasé en la comunidad fue increíble, me gustaría tener palabras para describirlo, sin embargo, creo que no tengo, al igual que no tengo palabras de agradecimiento para los salesianos por todo lo que hicieron por mí. En los cuatro años que estuve en la comunidad me saqué una carrera, me saqué el carnet de conducir, encarrilé mi vida, maduré como persona y recibí todo el amor y la comprensión que no había recibido desde la muerte de mi madre.
Me gustaría concluir mi relato con lo que siempre digo cuando me preguntan quiénes son los salesianos para mí: ellos salvaron mi vida. De no ser por esa llamada y por la comunidad que me acogió, no sería la persona que soy hoy en día. Actualmente trabajo para ellos, y lo más curioso es que parte de mi trabajo consiste en ayudar en la comunidad en la que viví y crecí. Esto me hace sentir que estoy devolviendo, aunque sea en una pequeña parte, todo lo que ellos hicieron por mí.