Pepelu Aguirre
Educador del Programa Buzzetti – Fundación Don Bosco Salesianos Social
Abdoulah, te acompaño hasta la habitación y te llevo un cartón de leche, para que no lo cargues tú todo.
— No es necesario Pepelu, prefiero que no vengas. No te va a gustar.
— No pasa nada campeón, ya estoy acostumbrado.
Una vez pronunciada esa palabra, sentí en mi interior que le estaba engañando. No estoy acostumbrado, ni quiero hacerlo. Cuando bajamos del coche, nos metemos por un pequeño hueco existente en el muro que delimita un solar, y lo atravesamos abriéndonos camino entre la maleza, por un sendero ya dibujado a fuerza de pisadas de ida y vuelta. A ambos lados basura, escombros, desperdicios, ya se echaba la noche encima, aunque no era demasiado tarde. Encendemos las linternas de nuestros móviles.
— ¿Pero no decías que tenías el móvil roto?
— Abdoulah se ríe y me enseña la pantalla echa vidriera, siiii, pero la linterna funciona.
Llegamos a lo que resultó ser un cuarto de aperos en medio de un pequeño solar rodeado de chalets. Con las linternas rastreamos las paredes ennegrecidas por el humo de haber encendido fuego para calentarse. En el suelo, más desperdicios y dos colchones mojados de la humedad, las mantas que les había entregado dos días atrás, un cartón de leche abierto y una palangana con agua para lavarse la cara. Algo debió ver el chico en mi rostro que le salió del corazón abrazarme. “No te preocupes, estoy bien aquí”. Me sentí avergonzado por su intento de darme paz, cuando tenía que ser yo quien lo animara a él. En el abrazo me di cuenta de que ahora era él el que me engañaba.
— Nadie merece dormir en un lugar como este Abdoulah. Te prometo que te sacaré de aquí.
El programa Buzzetti, de la Fundación Don Bosco Salesianos Social, cuenta en Tenerife con 7 pisos de autonomía en régimen de lo que llamamos “alta intensidad” y un proyecto de acompañamiento en calle a jóvenes, chicos y chicas, sin hogar, que ha atendido durante el año 2022 a más de 50 jóvenes, con una lista de espera que anima a la desesperanza. Ellos son los más pobres entre los pobres.
Me gusta llamarlos los “Refugiados de Don Bosco”, porque ellos también huyen. Algunos de ellos, población autóctona, de sus familias heredadas, con una cadena de exclusión difícil de romper, que los ha lanzado irremediablemente a las calles. Otros han huido de su país, algunos también en cruentas guerras tribales, o de la miseria que cercena la visión esperanzadora de futuro que Dios pone en el corazón de cada ser humano. Han venido a nuestras tierras sacrificando su infancia, que es el único salvoconducto que les da cierta protección, arriesgando su vida en pequeñas barcas inflables, en los peligrosos y diminutos recovecos de los bajos de un camión, o escalando los muros de la vergüenza tejidos con alambres que los señalan de por vida.
Fueron menores, o pequeños adultos camuflados por la imprecisión de las pruebas oseométricas, y protegidos, al llegar a nuestro país, por la sociedad y por las instituciones, pero la mayoría de edad, que los desprotege desde el primer día que cumplen los 18 años les entrega en los brazos de Don Bosco. En él encuentran, además de una casa, un padre, una madre, un maestro y un amigo —un equipo de más de 20 entre educadores, educadoras, voluntarios, voluntarias, técnicos de empleo, técnicas de empleo y salesianos que les ayudan a borrar de sus rostros la condición de refugiados—, pero también y, sobre todo, un equipo que expresa la apuesta de la Fundación Don Bosco por dar respuesta a estos jóvenes. Una Fundación que, aunque sabe que su respuesta es humilde —y que es una más en la isla de Tenerife— necesita de otras instituciones y de distintas administraciones públicas que luchan también por ofrecer respuestas reales. Respuestas que aún son insuficientes, pero todas ellas necesarias.
Clases de español, cursos de formación, tramitación de las prestaciones básicas, empadronamientos, acompañamiento para trámites del consulado, asesoramiento jurídico, talleres de competencias, de control de impulsos, de autoestima; asistencia y mediación en los numerosos conflictos que conlleva la convivencia en infraviviendas o en casas de ocupación, tutorías individualizadas, derivaciones a otros recursos de baja exigencia, de protección internacional, de ayuda psicológica, de deshabituación de tóxicos; ayudas directas de transporte, alimentación, ropa y enseres de supervivencia en calle, mantas, camping gas, acompañamiento en las necesidades de tipo médico para garantizar la atención sanitaria universal, tramitación de documentación en extranjería, prospección de empresas cómplices con un ápice de sensibilidad social corporativa para la firma de precontratos; cada vida es un mundo, y ninguna repite la del anterior.
Los jóvenes que están en situación de calle en nuestra hermosa Isla de Tenerife, acaban, la mayoría conociendo a Don Bosco. Muchos de los que vienen de otras orillas ya tienen la referencia antes de montarse en la patera, pero esta responsabilidad nos desborda.
Actuamos contrarreloj. Cada día que un joven o una joven pasan en calle, en un barranco o en una playa no explotada turísticamente, es un incremento de posibilidades de que este hábitat lo engulla. Son muy jóvenes, no hay precedentes en su vida que los inclinen a encontrar en el sinhogarismo un ápice de zona de confort. Les gusta la calle, pero no para vivir. Manifiestan un fuerte rechazo hacia los recursos de acogida no específicos para jóvenes, porque ven en los usuarios de estos un futuro que les aterroriza. Prefieren pasar hambre antes que ir a un albergue de transeúntes. No son recursos para ellos.
“Estoy muy feliz… estoy muy feliz” me decía en un audio Abdoulah pocas horas después de comunicarle que teníamos plaza para él en un piso de autonomía del Programa Buzzetti.