Paloma Torres López. Abogada experta en derechos humanos y Profesora colaboradora de Aprendizaje-Servicio en la Universidad Pontificia Comillas.
El derecho a la salud mental es un derecho humano de todas las personas, también de la infancia refugiada.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud es «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Es lógico pensar, por tanto, que su abordaje debe hacerse siempre desde un enfoque estrictamente sanitario e individual. Sin embargo, no se nos puede olvidar transformarlo en clave jurídica: el acceso la salud como derecho debe ser garantizado por las administraciones públicas. Y no como cualquier derecho, sino como un derecho humano.
El artículo 12.1 del Pacto Internacional de la ONU de Derechos Económicos Sociales y Culturales reconoce el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental. Este derecho también se contempla en otros instrumentos como la Convención de Derechos del Niño, la Convención de los derechos de las personas con discapacidad o la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer.
Sin embargo, hasta hace relativamente poco, en la doctrina asociada a este derecho, las referencias a la salud mental eran siempre insuficientes. Es en 2016 cuando el Consejo de Derechos Humanos de la ONU empieza a hablar de la necesidad de hacer un abordaje específico de la salud mental desde un enfoque de derechos humanos, y en 2017 cuando aparece el primer informe temático. Desde entonces, son numerosos los mecanismos internacionales que han abordado esta problemática, aterrizando las obligaciones de los estados en materia del derecho a la salud mental.
Este derecho incluye obligaciones que son de realización progresiva como, por ejemplo, hacer estudios sobre la salud mental, recopilar datos desglosados o dedicar el máximo de los recursos económicos disponibles a la atención a la salud mental. Pero también establece obligaciones de implementación inmediata como el desarrollo de una estrategia nacional de salud mental que garantice la no discriminación en el acceso a los servicios. En este sentido, es importante señalar que se trata de un derecho que abarca tanto la atención a la salud mental como a los determinantes de la misma —nivel socioeconómico, situaciones de violencia, el entorno familiar, el lugar de trabajo, etc.—.
En España, la última actualización de la Estrategia Nacional de Salud Mental data de 2009, planteando un escenario de política pública obsoleto. Recientemente, se ha abierto un debate político acerca de la pertinencia de una Ley General de Salud Mental, con proposición de Ley incluida. Sin embargo, gran parte de la sociedad civil considera que los esfuerzos deberían ir encaminados hacia una mejor formulación de la Estrategia y una mayor dotación económica para la implementación de la misma.
Un buen primer paso sería que la nueva Estrategia incorporar a todos los estándares internacionales desarrollados durante estos últimos años, y siguiera las indicaciones de la OMS —ver, por ejemplo: WHO Guidance on community mental health services—. En concreto, para garantizar la igualdad en el acceso a servicios, sería imprescindible la introducción de un enfoque interseccional que obligara a las administraciones públicas a prestar una especial atención a aquellos colectivos que encuentran más obstáculos a la hora de ejercer este derecho. Un ejemplo de ello son los niños y las niñas refugiadas.
La atención a la salud mental en la infancia es esencial para un adecuado desarrollo evolutivo del niño o de la niña, siendo un factor determinante en aquellos casos donde la infancia ha sido víctima de la violencia. De hecho, la reciente Ley Orgánica 8/2021 de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia establece que las administraciones sanitarias deben garantizar una atención a la salud mental integral, reparadora y adecuada a su edad.
En este sentido, se entiende que los niños y niñas refugiados sufren de ciertos trastornos psicosociales relacionados con hechos traumáticos como resultado directo de las situaciones de violencia vividas, ya sea las que les motivaron a huir de su país de origen o las que han vivido durante el tránsito hacia los países de destino. Pensemos que se trata de niños y niñas que han podido sufrir —o ser testigo— de todo tipo de violencia física, psicológica o sexual.
A estos efectos, el artículo 39 de la Convención de Derechos del Niño exige que se proporcione a estos niños y niñas servicios a la salud mental culturalmente adecuados y atentos a las cuestiones de género, así como asesoramiento psicosocial cualificado. Esto va en línea con la Directiva 2013/33/UE sobre condiciones de acogida de solicitantes de protección internacional. Esta entiende que la infancia es un grupo “vulnerable” en necesidad de unas condiciones de acogida especiales, entre las que se hace especial incidencia en una atención psicológica transcultural y adaptada a su edad y género.
Sin embargo, la realidad en nuestro país es otra. Por un lado, cuando hablamos de infancia refugiada no acompañada, bajo la tutela de los servicios de protección de menores autonómicos, encontramos que muchos niños y niñas manifiestan no haber tenido consulta con la psicóloga/o de su centro o haberla tenido en muy pocas ocasiones. Además, no existe personal especializado en trauma infantil en contextos migratorios dentro de los centros, lo que dificulta la evaluación del daño sufrido, así como el tratamiento y la rehabilitación.
Por otro lado, cuando hablamos de infancia refugiada acompañada por su familia, dentro del sistema de acogida de protección internacional del Ministerio de Inclusión, encontramos unos programas completamente adulto-céntricos que invisibilizan las necesidades de los niños y niñas que se (mal)entienden cubiertas por sus progenitores.
Por tanto, el derecho a disfrutar del más alto nivel posible de salud mental es todavía una utopía para la infancia refugiada, vulnerando de forma flagrante la normativa mencionada.
No obstante, la entrada de la salud mental al debate público en un momento donde las políticas públicas españolas en esta materia se encuentran completamente obsoletas, nos brinda la oportunidad de escribir una nueva hoja de ruta sobre un folio en blanco. Nos ofrece la posibilidad de contemplar los estándares internacionales de derechos humanos, así como de tener en consideración cómo atraviesan estas políticas a todas las personas, y en especial a aquellas que históricamente han visto obstaculizado su acceso a las mismas.
Es el momento de que entendamos la salud mental en clave de derechos. No perdamos esta oportunidad de hacerlo bien.