¡Qué caro es ser pobre!

3 de noviembre de 2020
Pedro José Gómez Serrano. Profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Escuché esta sorprendente afirmación a nuestra hija Luna cuando regresó de Honduras después de haber estado varios meses colaborando con la asociación ACOES. Ella lo decía porque había padecido el dengue durante su estancia en la nación centroamericana y tomó contacto directo con el […]

Pedro José Gómez Serrano. Profesor de la Universidad Complutense de Madrid.

Escuché esta sorprendente afirmación a nuestra hija Luna cuando regresó de Honduras después de haber estado varios meses colaborando con la asociación ACOES. Ella lo decía porque había padecido el dengue durante su estancia en la nación centroamericana y tomó contacto directo con el sistema sanitario del país en el que los familiares tienen que llevar los alimentos a los enfermos hospitalizados, cuidarles y comprar los medicamentos que, por ser importados, cuestan mucho más que en nuestro país o, directamente, no están disponibles. Comparaba ella la situación sanitaria de Honduras con la de nuestro país, en el que casi todos los residentes podemos ser hospitalizados y recibir tratamiento sin tener que pagar nada en directo —porque el sistema de salud está financiado a través de los impuestos del conjunto de los ciudadanos—.

Vivo en Pan Bendito, un modesto barrio de Madrid situado en el distrito de Carabanchel y tengo una experiencia parecida que puedo ilustrar con un ejemplo sencillo. Yo, que doy clase en una universidad pública, puedo disponer de un abono transporte anual subvencionado en un 35% por la misma entidad educativa. Los vecinos que tienen más recursos pueden comprar el abono anual, sin subvención, que implica obtener gratis el coste de un mes. Quienes van económicamente más ajustados no compran el abono mensual, porque no pueden desembolsar, de golpe, tanto dinero. Quienes carecen de recursos cargarán 10 viajes cuando los necesiten y, los más pobres, acaban pagando los desplazamientos de uno en uno. Como es obvio, quienes menos tienen acaban pagando los viajes más caros.

Valga esta introducción como marco a la reflexión sobre el impacto de la crisis de la COVID-19 sobre la población de mi barrio porque, lo cierto, es que la incidencia social y económica de la misma es muy diferente en unos y otros colectivos. La expresión «estamos en crisis» oculta que unos la padecen con enorme intensidad, otros pueden defenderse con sus recursos de sus peores efectos y hay quienes, incluso, sacan partido de las crisis porque, como señala la expresión popular, «a río revuelto, ganancia de pescadores». Al final, «cada cual cuenta la feria como le va en ella». Ocurrió esto en la crisis inmobiliaria-financiera desencadenada a partir de 2008 —cuando, según los estudios de FOESSA, el 10% más pobre de la población española llegó a ver disminuidos sus ingresos en un 30% mientras el 10% más rico los elevó más de un 5% durante esos durísimos años— y vuelve a ocurrir ahora con la crisis del coronavirus.

El desigual impacto de la pandemia se debe a tres tipos de factores. En primer lugar, a la situación de partida previa a la llegada de la emergencia sanitaria; en segundo lugar, al sector económico al que pertenezca cada persona y su grado de exposición al impacto de la epidemia; y, por último, a las redes de apoyo —públicas y privadas— con las que pueda contar en caso de necesidad. Así, sin salir de mi entorno directo, hay que saber que el barrio de Pan Bendito ya se encontraba en situación de riesgo social antes de la aparición de la COVID-19. Dentro del conjunto de la población hay tres sectores particularmente vulnerables: un tercio pertenece a la etnia gitana cuya precariedad laboral es conocida; una quinta parte está compuesta por inmigrantes mayoritariamente procedentes de Latinoamérica y, otro tercio, está representado por personas mayores que dependen de pensiones muy modestas. Estos colectivos apenas tienen un colchón de protección cuando surge alguna emergencia económica y son los primeros en perder sus empleos en periodos recesivos. En particular, son numerosos los inmigrantes que estaban comprando una vivienda y la perdieron en la reciente crisis inmobiliaria.

Cuando hace unos meses se dispararon los contagios y se paralizó la economía, la situación afectó de manera muy diferente a unos y a otros. La mayoría de mis amigos y familiares mantuvo sus ingresos, porque sus trabajos eran fijos y su actividad siguió funcionando. Es mi propio caso. Como profesor, continué mi labor docente con el único cambio del paso del modo «presencial» al «no presencial». He tenido la gran suerte de haber trabajado y cobrado con normalidad. En cambio, un familiar, que trabaja como autónomo en el sector de los espectáculos musicales, ha experimentado una caída casi total de su actividad desde el inicio del confinamiento. Sus costes fijos se han mantenido —alquileres, impuestos, costes financieros…—, pero los ingresos se han reducido casi a cero. En su caso, pudo acogerse a una ayuda del gobierno para quienes veían reducida su facturación en más de un 75%, lo que implicó cobrar el equivalente a un 70% del seguro de desempleo durante varios meses, no pagar las cuotas de la seguridad social durante un trimestre y la prórroga en el pago de varios impuestos, lo que supuso cierto alivio a su difícil situación.

Mucho más graves, sin embargo, han sido las repercusiones de la crisis sobre nuestros amigos inmigrantes que forman parte de un valiente grupo de Emprendedoras al que pertenezco. Dos de ellas habían puesto sendos pequeños negocios —de alimentación y de arreglos textiles— y tuvieron que cerrar durante el confinamiento y retrasar el pago de los alquileres de los locales, al tiempo que eran amenazadas con ser expulsadas de sus hogares porque están alquiladas —en algún caso tras haber perdido el piso que estaban comprando en la crisis anterior—. No reciben ninguna prestación y los trabajadores sociales les indican que se encuentran mucho mejor que otros porque son autónomos. Los dos miembros de un matrimonio fueron estafados trabajando tres meses en la construcción y la limpieza para luego no cobrar. Ahora hacen horas sin contrato —en reformas y cuidado de personas con dependencia— para salir adelante con una prestación familiar que termina en febrero. Deben algún mes de alquiler, viviendo en un inmueble lleno de problemas de habitabilidad. Otra compañera, que vive sola y se mantenía alquilando dos habitaciones de su vivienda por días, también tuvo que suspender su actividad: ni llegaban nuevos inquilinos, ni podía arriesgarse a ser contagiada. Por ahora,
no ha podido acceder a ayudas públicas.

En general, muchos gitanos e inmigrantes dependen de la venta ambulante, la hostelería, la limpieza a domicilio y el cuidado de personas dependientes, actividades particularmente golpeadas por la pandemia. Añádase a ello el nefasto impacto sanitario de la combinación de la falta de educación y responsabilidad para cumplir con rigor las recomendaciones sanitarias, un estilo de vida centrado en la permanente interrelación social y el alto nivel de habitantes por vivienda. Aunque, también es cierto, que para muchas familias el coste de los geles y mascarillas supone un gasto prohibitivo y que el hacinamiento involuntario dificulta mucho los confinamientos y las cuarentenas. Remata el panorama, el agotamiento de los recursos públicos y privados, así como el desbordamiento de los trabajadores sociales por la multiplicación de las necesidades materiales, al tiempo que los procesos de tramitación de las ayudas se volvían cada vez más lentos y demasiado complejos para una población con severas carencias formativas. Nuestros mayores, en parte protegidos por las pensiones, han sufrido, sobre todo, el aislamiento, la soledad y el miedo a una enfermedad que se ceba con ellos. Nuestros niños padecen la brecha digital: ausencia de wifi, carencia de ordenadores, desconocimiento de las herramientas de enseñanza on-line… En definitiva, la pandemia saca a la luz la injusticia y la desigualdad sobre las que se asienta nuestra sociedad.

Con todo, algo merece destacarse en este momento y es que las reacciones a la misma situación de crisis son muy distintas en nuestra sociedad. Las distintas asociaciones del barrio han buscado formas creativas y eficaces de apoyar a las familias con mayores dificultades; muchos vecinos han hecho la compra a los mayores cercanos; una de las emprendedoras, a pesar de las apreturas en las que se encontraba su propia familia, organizó una recogida de fondos para financiar la fabricación de más de 500 mascarillas reutilizables en la población ecuatoriana de la que era originaria; otras han acogido a personas en su hogar en plena pandemia; alguna ha aprovechado para hacer cursos de formación a la espera de mejores tiempos. Quieren vivir de su propio trabajo y no de las ayudas, aunque, en ocasiones, chocan con una administración que no reconoce sus legítimos derechos. Por el contrario, no faltan tampoco quienes en estos momentos prefieren depender de los fondos públicos —incluso de forma fraudulenta— en lugar de luchar con dignidad por salir adelante. Instrumentos como los ERTE, el ingreso mínimo vital, las prestaciones familiares, etc., están pensados para apoyar a quienes, sin responsabilidad propia, se ven zarandeados por la pandemia y sus efectos socioeconómicos. Abusar de estos recursos o desviar los fondos a quienes no son los que más lo necesitan no solo resulta injusto, sino que produce un enorme daño moral porque, quienes actúan correctamente, ven, con estupor e indignación, que quienes hacen trampas salen ganando. Debemos defender un sistema fuerte y equitativo de protección social, máxime en plena crisis sanitaria, económica y social. Pero también, debemos exigir y exigirnos un comportamiento ético decente —ajeno a toda picaresca— pues el fraude ciudadano o la mala gestión pública, alientan la pérdida de apoyo a los mecanismos de redistribución y protección social.

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