Juan Masid. Integrador social del Centro de Acogida de menores. Casa don Bosco de Burriana (FISAT). Castellón.
Cada vez estoy más seguro de que el germen de mi vocación nació en una de las peores etapas de mi vida, influido por unas circunstancias personales que marcarían mi camino tanto para bien como para mal. Y es que al cumplir 14 años emigré de Argentina, arrastrado por el apego a una madre. A partir de ese momento y hasta los 20 años, mi vida se resume en una madre soltera en busca de una nueva vida, dirección a otro país y acompañada de uno de sus hijos. Parece el comienzo de un maravilloso sueño, el problema es que los sueños se rompen si no tienen una toma de contacto con la realidad. Y es que los castillos en el aire se derrumban con cualquier pequeña ventisca que la vida nos tenga preparada.
En nuestro caso, no bastó cambiar de lugar para cambiar de vida. En esa “nueva vida” las cosas volvían a su orden habitual: un uso y abuso de drogas normalizado, mala gestión económica, dependencia continua de instituciones caritativas, una gran dificultad para encontrar trabajo y sobre todo para mantenerlo, debido a una escasa formación profesional. En relación a esto último, he de decir que nunca fui buen estudiante, aunque ahora entiendo que un niño sin una mínima estabilidad familiar no puede tener buen rendimiento en el colegio.
Imaginar un futuro diferente en aquellas circunstancias era complicado. Quizá por suerte o realmente porque estaba destinado a ello, encontré a los Salesianos, una red de seguridad en la que podía dejarme caer. Recuerdo aquel día como si fuese ayer. Salía de la parroquia, con una bolsa de comida en cada mano; una situación más humillante que afortunada para un adolescente. Iba de camino hacía la papelería para comprar un libro de lectura que mi madre no podía pagar, acompañado de aquel educador de mirada compasiva. Yo no estaba acostumbrado a esas miradas, me parecía extraño que alguien me mirase como lo hacía él. Podría afirmar que con aquella situación de empatía hacia mi ser adolescente, se inició mi viaje por el mundo de la educación. Esa misma persona me invitó a un centro juvenil, donde sinceramente, al principio me sentía fuera de lugar, ya que aquellos adolescentes vivían en una normalidad familiar de la que yo carecía.
Un sábado cualquiera, después de una actividad, me senté junto a otra educadora en una de las mesas del bar parroquial. Yo le pregunté si realmente se podía hacer algo más por algunos chavales, más allá de las actividades del fin de semana. Yo pensaba que había chavales con dificultades específicas, que necesitaban un lugar estable frente a sus circunstancias de riesgo, a lo que ella me respondió: esto es un recurso limitado y hay realidades que tenemos que aceptar. Yo nunca supe resignarme y aquella afirmación provocó en mí una gran frustración.
Día sí, día no, en mi casa se vivía un calvario ante el cual yo optaba por tomar la puerta y despejarme un poco en el parque, donde muchas veces las compañías no eran sanas. Por mucho que buscaba no encontraba trabajo, mi único ingreso era pasear el perro de mi tía. Y me di cuenta que estudiando podría tener más oportunidades, así que empecé el bachillerato nocturno. No estaba a gusto con mi vida, necesitaba salir de ahí, romper con el sufrimiento. Entonces una vez más apareció una nueva oportunidad, esta vez laboral, comenzaba a construir desde abajo un futuro sin pretensiones. Pasaron los años, mientras trabajaba, decidí seguir con los estudios y adentrarme en el mundo de la educación social.
Sinceramente, a veces me descubro a mí mismo siendo movido por un sentimiento “egoísta”. En el sentido que mi vocación no es más que un viaje al pasado para encontrarme con aquel adolescente y para acompañarle en su peculiar camino embarrado hacia un lugar más firme. En cada tarde de mi trabajo, siento que puedo hacer lo que una vez alguien hizo por mí. Por eso creo que pertenezco a ese pequeño grupo de gente que podría decir que, más que trabajar hacen lo que aman.
Seguramente os ha pasado que al ver alguien con una camiseta de tu grupo de música preferido, sientes como cierta vinculación con esa persona, pues a mí me ocurre con frecuencia en mi trabajo. Juego con la “ventaja” de haberme encontrado en situaciones muy parecidas a las que están viviendo ahora los niños y adolescentes con los que estoy, especialmente la experiencia migratoria. Ellos se sienten entendidos cuando les descubro pequeños fragmentos de mi pasado. Cuando conoces a otra persona que ha transitado por lugares parecidos a los tuyos, y que ha sentido cosas similares, se genera una confianza especial.
He de reconocer que tengo que hacer un gran esfuerzo para no implicarme demasiado, poniendo límites para no salir perjudicado emocionalmente, aunque en ciertos casos vale la pena apostar por las emociones. Muchas veces, sin quererlo, generamos una pared profesional, adquiriendo un rol demasiado formal que genera distancia entre el educador y el destinatario, dificultando la creación de experiencias significativas.
Para mí no es fácil encontrarme con situaciones que me recuerdan algunos lugares oscuros de mi biografía. Pero he aprendido que cuando el dolor del pasado aprieta y amordaza, incluso cuando crea un bloqueo personal en el presente, hay que afrontarlo y trabajarlo. Es necesario encontrarle sentido y dotarlo de significado, aceptando ese pasado por mucho que duela. Por suerte o por desgracia ha sido ese dolor lo que ha hecho hoy que me dedique a la educación social en cuerpo y alma, pudiendo acompañar a otros a afrontar sus propias circunstancias.
Actualmente aquel antiguo bar parroquial es un proyecto de apoyo educativo dirigido a niños y adolescentes que sufren diferentes factores de riesgo de exclusión. Es allí donde pueden encontrar nuevas oportunidades. Creo firmemente que no existe la persona pobre, sino que existen entornos que hacen que las personas sean vulnerables. El hecho de que exista esta casualidad o causalidad, provoca en mí un gran amor por mi trabajo y le da vocación a mi vida.