Cristina Riquelme Sánchez. Fundación Ángel Tomás. Cartagena (Murcia).
Hay personas que me han marcado de forma muy especial, sin ellas pretenderlo. De las que he aprendido esas cosas que no salen en los libros, lo que se aprende en el “piel con piel”. Una de esas personas es la que me ofreció mi primer trabajo “en serio” como educadora. No llego a entender cómo me pudo escoger cuando lo primero que le dije fue: “yo no sé hacer esto, tengo muchas ganas de aprender pero nunca he hecho nada de esto”. Todavía me pregunto cómo pude decir eso en una entrevista de trabajo. Aunque lo mejor fue su respuesta: “Bueno, todos estamos aquí para ir aprendiendo, yo también”, es lo que tienen las personas excepcionales.
Pues bien, no se equivocaba, todavía trabajo con la certeza de tener que seguir aprendiendo de cada persona con la que me encuentro, con cada nuevo reto. Parece un tópico, pero quien trabaje en este tema sabe que no lo es, reconocerá la sensación de “no sé qué hacer con esto”, el sentirse a menudo novata y, sobre todo reconocerá el “ir aprendiendo”.
Recuerdo que me preguntaban: “¿y eso qué es?”, incluso actualmente, me siguen preguntando ¿tú qué eres asistenta social?, ¿monitora? Elegí una profesión desconocida y complicada de definir para muchas personas y es frustrante tener que explicar una y otra vez a qué te dedicas. Que no “ayudo” a nadie, que no soy “solidaria”, que no soy “buena persona” (por lo menos no en el ejercicio de mi profesión). Igual que se le exige al médico que haga un diagnóstico correcto o al fontanero que cuando salga de casa el frigo no gotee, los educadores y educadoras sociales actuamos con profesionalidad y no con “buena voluntad”. Utilizamos herramientas y estrategias planificadas para compensar desigualdades y actuamos para que se corrijan, acompañamos y facilitamos el empoderamiento de cada persona. Es una cuestión de justicia social, no de “buenísimo” personal”.
Y es que sí, soy educadora social y trabajo acompañando a personas que vienen de otros países, personas migrantes. En estos años he podido aprender de otras culturas, conocer otras filosofías de vida, descubrir otras partes del mundo de una forma muy distinta a la de un turista. He aprendido a relativizar las dificultades, mis propias dificultades, a escuchar con los ojos muy abiertos y a comunicarme aún cuando no existe una lengua común entre la otra persona y yo. Mi trabajo ha forjado mi personalidad, mis valores y me ha hecho ser como soy, como persona y como educadora (si es que son cosas que se pueden separar).
Yo sí he podido poner nombre, rostro e historia de vida a los datos. Personas que vienen cargadas de sueños e ilusiones, y de incertidumbres y miedos por igual. Con la maleta casi vacía de “cosas” pero con la mochila repleta de historias, experiencias y valores, de ganas de mejorar y de esperanza. Cada persona con una historia de vida distinta, pero todas confluyen en la necesidad humana de buscar un lugar en el que poder desarrollar sus sueños, ya sea dentro o fuera del país en el que se nace.
Descubrí muy pronto que soy una persona prejuiciosa y no me avergüenza reconocerlo. Creo que todos y todas lo somos, lo reconozcamos o no. Lo he aprendido ejerciendo como educadora. Creo que es natural e inevitable, esto nos ayuda a interpretar el mundo. La clave está en ser consciente de ello, conseguir que tus prejuicios no te limiten. De-construir nuestros esquemas mentales es un ejercicio muy saludable y esto solo se consigue con el contacto directo, con la vivencia junto al que creemos diferente. Cuando tus propias ideas se revuelven y te dan en la cara, te das cuenta que tienes que tirarlas a la basura, no valen, no son reales y lo mejor es que no pasa nada, sigues adelante admitiendo que te equivocabas y aprendes, para eso estamos aquí ¿no?
Aprender a manejar mi propia frustración cuando los objetivos no se consiguen en el tiempo que se espera, es otro de los aprendizajes que he adquirido. Y no me refiero solo al trabajo directo con las personas destinatarias de los proyectos, también en cuanto al propio proyecto y el rumbo que debería tomar. He aprendido a no “tirar la toalla” fácilmente, a volverlo a intentar y a ofrecer a cada persona el tiempo que necesite para encajar todos los cambios que está viviendo en su interior. Aquí se hace muy plausible esa frase tan africana, “la prisa mata”. Pues sí, a menudo forzar más de lo que es posible “mata”.
Imagínate que te trasladas a vivir a Angola, ¿qué lengua se habla?, ¿cuál es su sistema político?, ¿con cuántos años empiezan los niños y niñas el cole?, ¿cómo se celebra el fin de año? Son preguntas sencillas que probablemente, y sin preguntarle a “google” te cueste responder. Imagínate cómo te sentirías si no supieses ese tipo de cosas del lugar en el que vives y además todo el mundo diese por hecho que tienes que saber cómo actuar en cada situación. Pues bien, una de las primeras cosas que aprendí es a no dar las cosas por sabidas. Las personas migrantes se enfrentan constantemente a situaciones nuevas y distintas a lo hasta ahora conocido, igual que si tú fueses a vivir a Angola.
Unido a la propia naturaleza de la migración a menudo no se tienen lazos familiares o de amistad cercanos. A veces, el simple hecho de poder hablar con alguien de forma sincera, cercana, sin prisa y sin juicios de valor, cura, nos cura, les cura. Ofrecer un espacio de seguridad y apoyo al que las personas migrantes puedan acudir ante cualquier circunstancia, donde se sepan escuchadas y acogidas es también un aspecto importante. Eso sí, sin actitudes paternalistas, ni asistencialistas.
Por esto, porque es lo mismo que buscarías tú, hay que levantar la cabeza de “los papeles”, que tanto tiempo nos ocupan, para mirar a los ojos a las personas y preguntar algo también tan africano como: ¿qué tal estás?, ¿y la familia?, ¿y los amigos?, ¿y la salud?, ¿y el trabajo?…