Alfonso Pombo Fernández. Voluntario de la Fundación JuanSoñador.
Nunca es tarde si la dicha es buena. Este refrán popular sirve perfectamente para reflejar el sentimiento ante la reciente canonización de Monseñor Romero. La Iglesia, al final, supo reconocer algo que el pueblo ya sabía desde hace mucho tiempo; Oscar Romero es un santo, una persona que pasó por el mundo transmitiendo el amor de Dios, especialmente a los más necesitados y vulnerables.
En el momento que se supo la fecha, teníamos claro que teníamos que estar ahí. Son muchos años de admiración y seguimiento a Monseñor Romero. Su ejemplo y compromiso hasta el final han sido luz para muchos de nosotros. América Latina en el siglo XX ha sido cuna de multitud de personas comprometidas por la causa de los pobres. Un testimonio que en muchos casos acabó en martirio. Oscar Romero se erige como representante de toda esa multitud de testigos de la solidaridad con los más pobres.
El día 14 de octubre madrugamos bastante para poder tener un buen sitio en la ceremonia de canonización. Iba a haber mucha gente, ya que, junto con Oscar Romero, canonizaban a otras 6 personas, entre ellas al papa Pablo VI. Desde muy temprano ya se percibía movimiento en los alrededores del Vaticano. Multitudes de personas enarbolando pancartas y banderas, esperábamos pacientemente a que se abriera el paso a la plaza de San Pedro. Se respiraba un ambiente de alegría y fiesta. Grupos de salvadoreños venidos de todas partes del mundo, cantaban canciones de su tierra y de monseñor Romero. Para ellos se trataba de todo un acontecimiento nacional; Romero es el primer santo salvadoreño.
Esperando a que comenzara la ceremonia, pudimos entablar conversación con 3 jóvenes hermanos que venían desde San Salvador. Nos comentaban que ellos no conocieron a Romero en vida, pero que sus padres les transmitieron la devoción por su figura. Nos hablaron de cómo Romero era un faro de luz en esos tiempos oscuros en que la muerte acechaba en cada esquina y de cómo sus homilías eran seguidas por todo el pueblo, convirtiéndose en uno de los pocos asideros de esperanza para los desposeídos.
En un momento de la conversación, uno de los jóvenes miró mi camiseta y me preguntó que cómo era que yo conocía a monseñor y llevaba una camiseta con su rostro. Le expliqué que conocía la figura de Romero desde hacía mucho tiempo y que admiraba su vida por su apoyo a los más necesitados y la denuncia de los poderes que explotaban al pueblo. Me contestó que se emocionaba al comprobar que la figura de Romero pudiera ser significativa también para alguien que no era de su país. Yo le dije que Romero trascendía las fronteras de El Salvador y que, con su permiso, ya era un poco de todos.
Al día siguiente de la canonización, tuvimos la suerte de asistir a la audiencia que el Papa ofreció a los peregrinos salvadoreños en el aula Pablo VI. La jornada comenzó con una eucaristía presidida por el cardenal Rosa Chávez, amigo íntimo de Romero, con la asistencia de la conferencia episcopal salvadoreña al completo. Era un auténtico espectáculo contemplar a los miles de salvadoreños ahí reunidos. Todos ellos estaban llenos de alegría y de orgullo por su pueblo. Acostumbrados a que El Salvador esté en los medios por la violencia y la pobreza en su país, esta vez eran protagonistas a nivel mundial por algo que les llenaba de satisfacción.
Tras la eucaristía apareció el Papa Francisco para saludar a todos los peregrinos y la gente se volcó con él de una manera espectacular. Los que estábamos ahí sabíamos lo que significaba que la Iglesia reconociera a Romero. Es una apuesta personal de este Papa y un símbolo que representa el compromiso de la Iglesia con los pobres, los desposeídos, con las periferias. Esta labor de Francisco es difícil y afronta duras resistencias internas. Los allí presentes quisimos demostrarle nuestro apoyo y manifestarle que continúe por ese camino de apertura y de hacer una Iglesia más de acuerdo con el Evangelio de Jesús.
En definitiva, fue un fin de semana cargado de emociones. Por un lado, alegría al constatar que se hace justicia con Romero, y por otro lado, de renovar nuestro compromiso con las causas de los pobres, marginados y desplazados de la sociedad. Porque eso es lo que significa Romero y su canonización; visibilizar a través de su figura el sufrimiento de tanta gente por causa de la injusticia y de la avaricia de los poderosos, poner como prioridad su bienestar y denunciar las estructuras de opresión que provoca tanta muerte y dolor.
Para terminar este artículo, viajo de Roma a Londres. Recientemente estuve pasando allí unos días de vacaciones y al salir de la abadía de Westminster, pude admirar la preciosa fachada dedicada a los mártires del siglo XX. Entre personalidades como Martin L. King, Maximiliano Kolbe o Diertrich Bonhoeffer, se encontraba nuestro San Romero de América. Todo un ejemplo de ecumenismo y reconocimiento por parte de la Iglesia Anglicana. Fue muy emocionante ver su figura en ese lugar tan importante y pensé que ahora, por fin, la Iglesia Católica también había puesto a Óscar Romero en el lugar que se merece.