Javier Fernández Conde. Catedrático de Historia Medieval. Sacerdote.
Esa canción y el himno sandinista era lo que cantaba entusiasmado un grupo de cooperantes, del que yo mismo formaba parte, el verano de 1989, cuando nos reencontrábamos en el aeropuerto de Managua, después de un mes de estancia en este hermoso país.
Estábamos todos convencidos de que el Sandinismo era el mejor de los sistemas políticos para un estado que celebraba el décimo aniversario de una liberación (1979-1989), ganada con sacrificios y sangre frente a la dictadura de Somoza.
¿Por qué habíamos escogido Nicaragua para aquella experiencia? En mi caso era la primera vez que cruzaba el Atlántico y lo hacía con la esperanza de comprobar cómo era la realidad política de un estado socialista con rostro humano. Sin estar todavía muy seguro, comenzaba a ver con cierta claridad las contradicciones, las rupturas y, en buena medida, el fracaso de los soñados paraísos socialistas del este europeo. Las transformaciones rápidas de este pequeño país centro-americano podrían ser la prueba de las auténticas posibilidades de un socialismo solidario y progresista como alternativa viable a los sistemas capitalistas que comenzaban a no dejar espacios vacíos en el mundo de la modernidad, cuando la caída de la URSS y de sus satélites era un horizonte que se barruntaba cercano.
En efecto, todo lo descubierto allí me parecía entonces maravilloso. Releí con fruición muchos pequeños relatos de miles de nicas que habían sido alfabetizados después de la revolución de 1979. Visité cooperativas de café y admiré la buena organización del sistema, promocionado y tutelado por el propio gobierno, después de haber ofrecido a sus líderes una formación adecuada para el nuevo modo de producción, en el que se veía –creo que con demasiada ingenuidad– una opción válida frente al capitalismo de naturaleza esencialmente explotadora. Había asistido emocionado a los encuentros semanales de Daniel Ortega, presidente del estado y del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) con el pueblo en la plaza mayor de Managua e incluso pude “tocarle” y fotografiarme con él como un “fan” más, porque yo convivía con Fernando Cardenal, primer ministro de educación del joven estado revolucionario. También escuché con deleite, y más de una vez, al ministro de cultura, Ernesto Cardenal, hermano de Fernando, a quien comparábamos con Rubén Darío, el otro gigante de la poesía nicaragüense. El vivir en una casa de jesuitas me permitió mantener relaciones estrechas con las comunidades de base que formaban una tupida red por toda la geografía de Nicaragua. En ellas descubrí con claridad qué era eso de encontrar a Cristo en el rostro doliente del hermano y la cercanía de la liberación política y la religiosa, aunque he de confesar que en ocasiones no podía discernir con claridad las verdaderas relaciones de ambas. Quedé prendado de la artesanía de Masaya, del Lago Nicaragua con las islitas de Solentiname, donde Ernesto, el ex monje trapense discípulo de Thomas Merton, había puesto por escrito los resultados de sus vivencias evangélicas compartidas con los modestos pescadores de aquel increíble archipiélago.
En 1990, el caos. Contra todo pronóstico, triunfó en las elecciones la derecha radical de Violeta Barrios de Chamorro apoyada por USA y la contra de paramilitares que no podían ver con buenos ojos que en el patio vecino de su casa se hicieran, y parecía que con éxito, ensayos de socialismo de inspiración marxista. Daniel Ortega y otros líderes del Sandinismo ejercieron una oposición dura con los gobiernos que sucedieron al de Chamorro. Daniel Ortega ganó las elecciones de 2006 con grandes expectativas para sus antiguos partidarios y de las clases populares. Esperaban, esperábamos, que los principios liberadores de Sandino se reimplantaran en Nicaragua. Pero por aquello de que las segundas partes nunca fueron buenas, el Ortega reelegido no se parecía en casi nada al admirado líder revolucionario de otrora. Su propia imagen había sufrido un fuerte deterioro por las acusaciones de abuso sexual de su hijastra Zoilamérica (1998), que había tenido que marcharse a Costa Rica. Y su fisionomía política también. La describe con una expresividad tremenda Mónica Baltodano, ex guerrillera de la época gloriosa del Ortega sandinista y ahora una de las voces más sonoras de la izquierda nicaragüense: “Antes el poder era para la gente, hoy para su familia y sus allegados. Defiende ese poder con los mismos instrumentos de la dictadura somocista: pactos con la oposición, lo más reaccionario de la jerarquía eclesiástica y el gran capital”.
Las elecciones que vuelve a ganar en 2016 fueron la culminación de esa política burguesa, de corte dictatorial y antipopular. Con 72 años dejó en manos de su ex mujer la extravagante Rosa Murillo, las tareas de gobierno, nombrándola vicepresidenta y portavoz, con ideología y prácticas similares a las suyas, aunque hable continuamente de vías de diálogo para conseguir el consenso en los proyectos de reforma económica.
A pesar de que las cifras macroeconómicas de Nicaragua son buenas y los proyectos de reforma a medio plazo que el Banco Mundial califica de positivas, en estos momentos es el país más pobre de América, después de Haití, en producción y consumo. El sacrificio que conllevan esas reformas para superar la crisis recae, como tantas veces, sobre la población trabajadora más modesta que en estos dos años ha tomado las calles para protestar contra un tipo de neoliberalismo antisocial del gobierno.
La reforma de las jubilaciones del pasado abril, en la que se implementan las contribuciones de las clases modestas y de los empleados públicos con la correspondiente bajada de las pensiones, fue la chispa que propició el gran incendio de las calles nicaragüenses y en Masaya de manera especial. El equipo de Ortega-Murillo no ahorra las violencias, propias de cercanos regímenes dictatoriales que han producido ya, según la Oficina de Derechos Humanos de Managua, cientos de muertos. La misma iglesia, que en tiempos pasados vimos con gozo ponerse al lado del primer gobierno de Ortega, vuelve a tomar otra vez partido por las protestas de los oprimidos. Los responsables de las reformas antisociales no han dudado de acusarla ahora de reaccionaria y desestabilizadora.
La dimisión de Daniel Ortega y el adelanto de las elecciones es un clamor popular. Nos gustaría escribir un “planto” compasivo por Nicaragua. ¿Cuándo podremos cantar de nuevo “Nicaragua, Nicaragüita”?