Laura Gómez Caballero. Educadora y psicóloga de la Fundación Don Bosco. Córdoba
Trabajo con 21 chicos y chicas, entre 11 y 18 años en la “Casa Domingo González”, un centro de protección de menores que desarrolla un programa de atención residencial. También tengo la suerte de formar parte de la familia de “Los Primeros”, un campamento que reúne aproximadamente a unos 40 chavales cada verano, beneficiarios de nuestros proyectos (menores extranjeros no acompañados y chicos con medidas judiciales, procedentes de nuestras casas de acogida o de barriadas marginales), con quienes pasamos unas vacaciones muy especiales, compartiendo diferentes credos y recordando que aunque sean los últimos para la sociedad, nosotros creemos que son los primeros para Dios.
Trabajar con estos chicos y chicas es una grandísima bendición, pero también una responsabilidad que hay que estar dispuesta asumir todos los días con alegría y con el corazón abierto. Compartir la vida con ellos, darles no sólo techo y comida, sino también y sobre todo un hogar en el que educarles y ayudarles a caminar, no es una labor nada fácil. Supone un reto diario que requiere grandes dosis de imaginación, creatividad e ilusión, capacidad para empatizar, pero sobre todo ¡VOCACIÓN!
No recuerdo exactamente el momento en el que supe que quería ser educadora en este campo. Pero creo que todo comienza cuando siendo yo también adolescente, experimento de primera mano la misma sorpresa y alegría que sienten algunos de nuestros chavales cuando llegan al proyecto. Esa misma duda que le surgió una vez a una chica que le preguntó a su educador: “¿aquí os pagan más?”. Tendría unos catorce años la primera vez que pisé el patio de un colegio salesiano. Acababa de llegar a la ciudad, estaba algo “perdida” y recuerdo sorprenderme con esa acogida cariñosa, sentirme valiosa por el simple hecho de ser joven.
No pasaron muchos años hasta que pisaba ese mismo patio también como animadora. Al principio todo era un juego, pero poco a poco me fui “enganchando” a las diferentes sensaciones que me despertaba el tiempo que dedicaba como voluntaria a esos chicos y chicas. Con el tiempo, fui comprendiendo que ese “plus” en la atención a los chavales no venía “de la nada”, era algo sencillo pero muy intenso, que nos trascendía. Y teniendo muy buenos modelos de los que aprender, fui descubriendo también a Don Bosco y enamorándome de su estilo. Pisando en los siguientes años otros patios, como los del barrio de Las Palmeras (una zona con necesidades de transformación social) y más tarde encaminando mi futuro y carrera profesional como psicóloga en esa misma dirección.
Recuerdo también coincidir con chicos de mi edad que procedían de las casas de acogida y tengo grabadas sus caras y nombres en la memoria. Ya entonces me llamaban muchísimo la atención sus historias, su día a día. El hecho de tener que encontrar y sentir como su familia a educadores y educadoras con las que “les había tocado relacionarse”. Y después de no pocas vueltas, casi 18 años más tarde (los mismos que curiosamente tiene nuestra Fundación Proyecto Don Bosco), estoy trabajando en esta Casa. Y sé que en nuestras manos tenemos algo delicado y sagrado: la vida de estos chicos y chicas a los que les “ha tocado” que estemos implicados y relacionados con sus anhelos, sus recuerdos y vivencias, sus necesidades e ilusiones, con su felicidad. Los educadores nos cruzamos a diario con vidas que hay que dignificar y con corazones que en muchos casos llegan heridos, y precisan mucha calma, mucho calor y un trabajo también hecho desde el corazón para poder entrar en ellos, encajar “piececitas” y ayudar a que sigan caminando. La vida les ha privado muchas veces de lo más básico y han tenido que crecer y defenderse como han podido, por eso, somos conscientes de que se merecen lo mejor de las personas que los tratan. Y no solo los mejores educadores, psicólogos, trabajadores sociales, las mejores instalaciones… sino, sobre todo, personas que sean auténticas y que puedan ser testimonios de esperanza, de alegría auténtica y de ganas de vivir.
No quería dejar pasar otro de los puntos fuertes de este trabajo, que no es otro que compartir vocación con mis compañeros. Es una bendición coincidir en algo que te hace feliz con personas a las que admiras y aprecias. Creo que en el equipo de la casa trabajamos con la sensación de ser apoyo de los demás, tanto en las intervenciones en la dinámica diaria, como en nuestros momentos y circunstancias personales. Y claro, poder caminar con la seguridad de tener tantas “muletas” y de compartir destino y estilo, facilita mucho nuestros turnos y compensa el cansancio y algunos sinsabores del día a día (que haberlos, los hay).
Esta vocación, aun siendo un regalo implica exponer cada día el corazón a situaciones que no te dejan indiferente, de las que cuesta “desconectar” al volver a casa. Pero todo tiene un sentido diferente al saber que somos instrumentos de un plan más grande, y que granito a granito en muchos sitios diferentes seguimos cumpliendo el sueño que tuvo Don Bosco.
En conclusión, no me imagino mi vida sin dedicar mi tiempo a estos chicos y chicas. No me imagino en otro trabajo que no sea éste (o al menos, no me imagino feliz). Y creo que todos los veranos, mientras pueda y mientras me queden fuerzas, pies y manos para corretear por la sierra disfrazada de lo que toque, seguiré compartiendo tiempo con “los primeros”.